II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

De mi parte, adiós

Blanca Gaig, 15 años

                  Colegio Canigó, Barcelona  

Ya no te puedo esperar más, lo siento.

    Amor mío,

    llevo casi cuatro años viviendo de falsas esperanzas que me hacían creer que estabas vivo, que podría volver a verte. Esperanzas que me hacían creer que un día cualquiera, al abrir la puerta para recoger el correo matutino, estarías ahí de pie, delante de mí, diciéndome que todo había terminado, que ya estabas de vuelta; o que una tranquila mañana de domingo, mientras yo caminara hacia la iglesia, te encontraría en la otra acera contemplándome, sonriéndome, esperando que te devolviera la mirada. Soñaba con que todo volvería a ser igual que antes, que los dos seríamos felices estando juntos de nuevo.

    Pero no ha sido así. Por mucha fe y esperanza que ponía cada mañana al abrir la puerta y levantar la mirada para ver si estabas, o cuando caminaba por la calle forzando la vista para poder divisar tu silueta a lo lejos, toda mi ilusión se esfumaba tras la decepción de encontrar la entrada vacía, sola, y la calle desierta, muerta sin tu presencia. No sé si me compensaba ilusionarme tanto, pues el desengaño posterior me hundía todavía más y cada día tenía menos fe, menos esperanza.

Desde que te fuiste en aquel barco no he dejado de pensar en ti. Cada mañana, cuando cruzaba la calle para ir a comprar el periódico y don Amalio me decía que no había nuevas noticias, que todo continuaba igual, se me hundía el alma, se me encogía el corazón. Cada vez tengo más dudas de que esta horrible distancia que nos separa no pueda acabarse jamás, que sea infinita, que no vuelva a verte nunca.

    Si eso ocurre, si no volvemos a encontrarnos, no te preocupes, porque he sido muy feliz.

Pero creo que ya he aguantado suficiente. Me rindo. Quizá te parezca una mujer débil, con poco temple y fácil de dominar; tú ya me conoces y sabes cómo soy. Piensa lo que quieras, pero sólo te recuerdo que no he dejado de quererte nunca y que jamás dejaré de hacerlo; lo prometo.

¿Sabes que día empezó el fin de mi mundo? Con el recorte de un periódico, hace unas semanas:

¿Quién nos protege de estas catástrofes?

    Un inesperado ataque de soldados de la resistencia ha alcanzado de improviso a un grupo de combatientes españoles. No les dio tiempo a reaccionar al asalto. Han muerto trece oficiales y hay una veintena de heridos. Las víctimas serán trasladadas de inmediato a España y la lista con los nombres de cada uno de ellos será publicada en los próximos días por este mismo noticiero. Mi más sentida condolencia a los familiares.

    ¿Habías muerto? ¿Estabas vivo? Durante esos días se pasearon por mi mente una cantidad bárbara de posibilidades sobre tu vida, sobre tu existencia. No entendía nada y a la vez lo entendía todo. Estaba confusa, nerviosa. Creo que ese plazo de tiempo y de incertidumbre desde que publicaron este artículo hasta que, por fin, anunciaron las lista de los difuntos fueron peores que la espera de tu regreso durante cuatro largos años.

    Finalmente el listado salió a la luz. Me encontraba tan rara y ausente, tenía tanto miedo de que la muerte te hubiera alcanzado y definitivamente nos hubiese separado que compré el boletín y no lo ojeé hasta días después, cuando ya me encontraba más calmada, preparada para afrontar lo peor.

    ¡No habías muerto! ¡Estabas vivo! No lo podía creer, tanto pavor y sufrimiento en vano. Y había buenas noticias: te habían repatriado; pero también las había malas: habías perdido una pierna a causa de una explosión. Pero no me importaba. Estaba dispuesta a cuidarte el tiempo que fuera necesario hasta que te recuperaras.

    Me informé y te habían ingresado en un hospital militar no muy lejano de casa, a cinco manzanas. En cuanto me lo ratificaron fui corriendo a verte. ¡Tenía tantas ganas de estar contigo, que no aguantaba ni un segundo más! Llegué corriendo al sanatorio, pero me dijeron que tenía que esperar en una sala unos minutos, que un médico vendría a informarme. Estaba muy confusa.     ¡Sólo quería verte!

    Llegó el doctor, cabizbajo y con cara triste. Todo lo contrario que yo, que estaba eufórica. Me dio el parte: habías llegado a España hacía cinco días con un diagnóstico poco alentador: el estallido del artefacto te había causado una hemorragia interna, de la que los sanitarios no se dieron cuenta hasta que ya prácticamente no tenías solución. Cuando llegaste a España estuviste tres días en cuidados intensivos, hasta que tu cuerpo ya no aguantó más, y te fuiste.

    Estaba enfadada conmigo misma, creyendo que te había decepcionado por haber llegado tarde, y contigo, por no haberme hecho llamar. Me pasé un mes entero sin salir de casa, hasta que me di cuenta de que tenía que afrontar que ya no estabas, que no ibas a estar nunca más.

    Nunca te olvidaré.