III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Demasiado tarde

Patricia Pugnairé, 16 años

                  Colegio Canigó (Barcelona)  

      Catherine era una cantante de ópera mundialmente conocida. Desde pequeña, interesada por el mundo de la música, había estudiado piano, solfeo y canto. Con dieciocho años consiguió acabar la carrera musical. A esa edad empezó su aventura que, sin duda, fue lo más parecida a un cuento de hadas. Viajaba sin parar dando conciertos en las principales ciudades del mundo y era presidenta de honor en algunas fundaciones para la difusión de este arte.

      Llevaba una vida de lujos y comodidades y se codeaba con la alta sociedad de cualquier sitio al que fuera. En 1995, con veinticuatro años conoció a Dimitri, un apasionado de la música. Tras diez meses de noviazgo contrajeron matrimonio en la catedral de San Esteban, en Viena, lugar donde habían fijado su residencia. De su feliz unión nacieron dos hijas: Elizabeth y Sophia, que fueron criadas por institutrices inglesas a las que supervisaban los padres de Catherine.

      Catherine y Dimitri continuaban sus viajes y conciertos. Una vez al mes cenaban todos en familia en un lujoso restaurante de la ciudad. Ese era el único momento en el que las niñas les contaban sus problemas. Lo tenían todo: lujos, buenos colegios, una casa maravillosa, amigos, viajes exóticos en los cinco continentes y una madre que cosechaba cada vez más éxitos. Pero les faltaba lo más importante: el cariño y la atención de sus padres.

      La vida de Catherine de cara a la galería era perfecta: una familia feliz, un marido que la adoraba y una buenísima situación económica. Pero, en el fondo y aunque ella no se diera cuenta, era una vida vacía y superficial.

***

      Era viernes. Por fin llegó a su apartamento de Nueva York, después de un concierto que había durado casi tres horas. Estaba agotada y necesitaba dormir. Como siempre, encendió el contestador y, tras escuchar una retahíla de mensajes de trabajo, le llegó a los oídos algo que la dejó espeluznada: “Catherine, soy mamá. Esta tarde Sophia ha tenido un accidente volviendo del colegio. Ahora está ingresada en el hospital. Su situación es crítica y los médicos no saben cómo va a evolucionar. Ven lo más pronto que puedas, antes de que sea demasiado tarde”.

      Catherine se puso unos tejanos, una camiseta, cogió dinero y detuvo un taxi para ponerse rumbo al aeropuerto. Tenía que llegar a Viena; su hija no podía morir. Aún le quedaban muchas cosas que decirle y por otro lado…, era tan pequeña.

      -No sabemos cómo va a responder al tratamiento –le dijo el doctor–. Ha llegado en situación crítica. Su estado es extremadamente grave. Podría, incluso, fallecer en las próximas horas. Lo siento, de verdad. Estamos haciendo todo lo posible por salvarla.

      -Gracias doctor –Catherine hizo un esfuerzo para no estallar en sollozos-. ¿Puedo entrar a verla?

Se puso una de esas horribles batas verdes y entró en la UCI, donde yacía la pequeña rodeada de aparatos cuyas luces rojas y verdes parpadeaban intermitentemente. Su cuerpo frágil dependía de un respirador artificial. A Catherine se le partió el alma: Sophia estaba pálida e inconsciente; luchaba por vivir.

      Catherine se acordó de tantos momentos que le podría haber dedicado, del tiempo que podrían haber pasado juntas, de las veces que le podría haber acompañado al colegio… En fin, de todo aquello que pudo haber hecho y no hizo. Pero todo eso ya no tenía sentido, su hija estaba entre la vida y la muerte y ella había necesitado llegar a esa situación para darse cuenta de lo que la quería.

      De repente, Sophia entreabrió los ojos, miró a su madre y susurró:

      -Has venido...

      -Sí cariño –Catherine comenzó a llorar–. Mamá te quiere mucho, ¿lo sabes?

      -Sí mamá, yo también te quiero. Sólo te pido que no llores, por favor.

      Sophia cerró los ojos. Había muerto.