III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Demasiado tiempo esperando

Lucía de Bofarull Olano, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Estoy sentado en la mesa que está al fondo de la cafetería. Hay mucha gente, mucho humo, y apenas un par de ventanas abiertas. Ya a las ocho de la mañana todos tienen la necesidad de fumar... Intento concentrarme en el artículo sobre la extinción de los rinocerontes blancos, pero no puedo. Acabo una línea y la vuelvo a empezar sin pasar a la siguiente. El chico y la chica que están sentados a mi lado me lo impiden: hablan muy alto. Parece que ya hace un año que salen juntos, y empiezan el día queriéndose otra vez y queriendo quererse durante mucho más tiempo… Se les ve felices.

    Ella le da un pequeño paquete que él abre con emoción. No consigo saber qué es, pero sí veo en su cara una alegría muy difícil de describir, una felicidad que me hace adivinar cuánto la quiere. Me doy cuenta de que intenta disculparse con ella al no tener todavía su regalo. Ella sonríe, como si no le importara que un año más su novio se haya olvidado de comprárselo. Le sonríe y, seguidamente, le besa.

    Yo me quedo pensativo. Sí, tendrá que ser hoy a las doce, en el despacho, ese despacho tan viejo y acogedor, ese despacho que es perfecto para la ocasión. Me siento seguro y voy a darme la orden de hacerlo, porque no quiero que la inseguridad que acabará por invadirme me fastidie el plan.

    Voy calle General Mitre abajo. Camino con lentitud y nerviosismo a la vez. Tiemblo, me sudan las manos. Poco a poco mis músculos van volviéndose rígidos. Creo que sólo puedo mover los ojos, y no estoy muy seguro de que no me estén engañando. Me detengo un momento y respiro despacio. Despacio pero con intensidad. Observo todos esos antiguos edificios, con fachadas complejísimas. Subo la mirada y me encuentro con centenares de palomas posadas sobre las antenas de las azoteas. Sé que voy a hacerlo, y me siento libre al pensar que no me importará qué pueda pasar después, pues habrá terminado.

    Por fin llego al despacho. Sí, todo en él sigue igual, sigue siendo tan viejo y acogedor. Sigue siendo perfecto para la ocasión. Miro el reloj que hay enfrente de mí: marca las once y cincuenta y nueve minutos. Es un reloj que viene de Inglaterra; es antiguo y enorme, lleno de ruedas y engranajes en su interior. Me quedo mirándolo y me concilio con todos sus mecanismos. Oigo un sonido muy suave, subo la mirada y veo que una de las agujas se ha movido. Suenan doce campanadas. Mi cuerpo me traiciona y sale rápidamente del despacho, dispuesto a volver a casa. Llego al ascensor. Por el retorcido hueco de las escaleras la veo esperando en la portería. No sé por qué extraña razón, verla me tranquiliza. No hace que definitivamente me vaya, sino que definitivamente me quede.

    Entro de nuevo en el despacho, esta vez sin preguntarme si será o no perfecto para la ocasión... Espero a que llegue. Oigo sus llaves. Me quedo mirando fijamente el reloj. Ella abre la puerta y me saluda. Yo no contesto. Se coloca frente a mí, justo delante del reloj inglés.

    Durante los siguientes diez minutos hablo. Hablo y hablo como si estuviera sólo. Mis palabras alcanzan a mi pensamiento después de haber llegado a oídos de Ana. Y, a veces, cuando llegan a este pensamiento perdido, quiero cambiarlas y no puedo. Pero hablo y me siento libre, feliz. Se me escapan sonrisas bohemias cada vez que dejo una frase en el aire. Soy yo, yo mismo. En cambio me quedo serio cuando consigo decir algo con sentido. Me enorgullezco de mis logros y me río de mis fracasos, encuentro graciosas esas frases que acaban con un “no sé”. Finalmente, con un silencio, le pido a Ana que me diga algo.

    Sus ojos van abriéndose cada vez más, reflejando la sorpresa que hay en ella. Pero se dibuja una sonrisa en su rostro. Ella habla tranquila, durante apenas un minuto, pero me lo dice todo. No se deja un solo detalle sobre qué quiere, no deja una frase bonita por decir. Y cierra su minuto con un beso en mi mejilla.

    Yo todavía no me creo que comparta mis sentimientos, mis deseos, que acepte esta proposición que sale de un hombre tan vulgar, tan mediocre. No me creo que acepte empezar a vivir como esos dos jóvenes que desayunan juntos a las ocho de la mañana de un día cualquiera. No me creo que me pueda querer, que hoy me esté queriendo. Empiezo a sospechar que eso de que todo es posible es cierto.

    Se va. Tengo, de nuevo, el reloj inglés frente a mí. Le sonrío. Una aguja se mueve: son las doce y once minutos.