I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Desde la silla, a Van Gogh

Adela Solís García, 17 años

                 Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     Pasé por la calle Guecho, de cartel torcido, llegando, casi inconscientemente, al número once. En la calle paralela, Zarauz, acababa de dejar a un compañero de trabajo. Mi falta de experiencia me llevaba, una vez más, a pedirle consejo sobre un asunto importante en el que andaba metido. Nunca había ido hasta su casa, sino que solíamos acordar algún café, por el centro de la ciudad, para vernos.

     Madrid oeste me recordó aquellas mañanas, a mis veinte años, hace ya más de quince. Pensé en Lina.

     La calle Guecho apenas había cambiado. La conformaban alrededor de diez casas amplias, grises, que debieron ser blancas, de tejas rojas, la mayoría deshabitadas. Algunas verjas se distinguían entreabiertas y chirriaban cuando soplaba aire fuerte. La acera empedrada seguía atestada de hojas, que el tiempo había acumulado, y una masa de árboles impedía que la luz del sol se adivinara. Daba la impresión de ser un lugar triste y lúgubre.

     La primera vez que abrí el portón del número once, sentí miedo. Debí hacer mucho ruido porque, en apenas unos segundos, una mujer, de uniforme blanco se acercaba a mí a pasos decididos. Me dijo que me estaba esperando, y que la siguiera.

     La mujer, de unos cincuenta años, me condujo por un camino, también cubierto por las hojas, sin cruzar palabra. Abrió una segunda puerta, que daba al interior de la casa. Dijo que era enfermera, que se llamaba Sonsoles. También señaló un pasillo.

     -Al fondo giras a la izquierda y, todo recto, encontrarás una puerta. Si necesitas algo, da una voz.

     Sonsoles se marchó con la misma prisa con que me había recibido. Después de algún tiempo, supe que era una buena mujer, sólo que algo reservada y carcomida por aquellas paredes.

     Me quedé un largo rato paralizado, sin entrar, con un felpudo sucio bajo los pies. A la izquierda, en el suelo, vi un rótulo en el que se leía: “Residencia San Jorge”. Nadie se había molestado en clavarle cuatro alcayatas.

     Me lamenté de haberme dejado convencer por mi madre, para que me dedicara los sábados a hacer “labor social”, como decía ella.

     -Ya verás, Jaime, conozco una residencia que te gustará.

     Finalmente, me decidí a entrar. Recorrí aquel largo pasillo, con estanterías destartaladas y llenas de polvo, hasta que tuve a dos pasos la puerta. Me dieron arcadas del olor que se respiraba, pero pronto ya casi ni lo noté.

     Llamé a la puerta. Como no escuché contestación, giré la manilla.

     Recuerdo la impresión que me causó la habitación. Era grande, pero apenas estaban, mal colocadas, una mesa, una cama, un armario empotrado y Lina en su silla. El resto era un parqué sin brillo y un enorme ventanal, que daba a la parte trasera del jardín. Me recordó al famoso cuadro de Van Gogh, pero más triste.

     Ella, con su manta sobre las rodillas, me miró y sonrió.

     -Hijo, ¡qué alegría tan grande me da verte! ¿No le das un abrazo a tu querida madre?

     Yo nunca fui su hijo, pero cada sábado me abrazaba, y me hablaba, durante más de tres horas, pensando que lo era. No le quité esa alegría.

     Lina, de grandes ojos azules, tenía un aspecto abandonado, como todo en aquel caserón. Sin embargo, era una anciana feliz. Cuando pienso en ella, aún ahora, me río recordando sus peroratas sin sentido.

     -Hoy no me entretengas mucho, hijo. He de ir a París a encargar unos trajes. No puedo permitirme ir así, tan anticuada. Porque soy una marquesa, ¿sabes? La marquesa Adelina de Casaforte. ¿Verdad que hoy es una mañana linda?

     Una vez, Sonsoles me contó que Lina había sido, en realidad, una marquesa muy distinguida y que viajó por toda Europa, llamando la atención de cualquiera que la conociese. Se casó y tuvo un hijo. Su marido murió joven, y el hijo, al enfermar ella, la invernó en San Jorge, y nunca más se supo de él, ni de la fortuna que heredó a destiempo. Lina, sin memoria, no sufría por ello.

     A Lina le encantaba lo dulce. A las doce del mediodía, otra enfermera, no Sonsoles, traía una bandeja con dos purés, uno salado y otro de postre. Lina no tenía casi dientes. Yo le daba de comer, con gran dificultad, aquellos cucharones de inciertos ingredientes mezclados al azar. Lina se lo comía sin protestas, y al llegar a lo dulce, a menudo pera batida, me decía:

     -Prueba, hijo. Esto es un regalo de Dios. Sólo le falta un bomboncito en medio.

     Como a la semana siguiente no recordaba nada que le hubiera dicho yo, a menudo le hacía soñar.

     -Lina, el martes o el miércoles te llevaré a la ópera, para ver el último estreno. Además, te encargaré el más bonito vestido, azul, como tus ojos, para que estés radiante. Te iré a buscar a las ocho, con una enorme caja de bombones. No te olvides, Lina.

     Lina entones me miraba y, a veces, lloraba bajito, y me abrazaba.

     Ni de parte de madre, ni de padre, me viene la rama de cantor. No tengo oído. Lina tampoco, pero cantaba fuerte para que yo lo oyese. La voz le temblaba mucho. Siempre se emocionaba con aquella canción que dice: “Desde Santurce a Bilbao, vengo por toda la orilla…” En aquellos ratos, los dos mirábamos por la ventana, quietos, hasta que ella empezaba a doblar y desdoblar la manta de borrego, su única manía, creo.

     Los días claros, solía sacarla a pasear, muy poco tiempo, porque se cansaba pronto. A ella sí que le encantaba ver las hojas acumuladas en el suelo. Decía que le gustaba el sonido que hacían sus pies al pisarlas.

     Después dejó de andar, y de cantar. Sólo rezaba avemarías inconexas. Y una mañana de sábado, al abrir la puerta, no me miró. Pero yo seguí a su lado, quieto, mientras ella jugaba con la manta, contándole cosas y cantando a veces.

     Han pasado más de quince años, y se me encoge el corazón al recordar.

     En septiembre, tras un mes en Cofiño, Asturias, volví a la calle Guecho, número once, esta vez con las alcayatas y el martillo. No encontré a Sonsoles, y fui directo a ver a Lina.

     La habitación cuadrada, vacía de vida, sólo conservaba los muebles, la manta y la silla, sin ella.

     -Lina, pronto volveré, no se apure. Y no olvide que la quiero.

     No pude contener mi pena y comencé a llorar desesperado. Me agarré a la silla y a la manta, no sé cuanto tiempo. Sonsoles, detrás, eternamente tranquila, me dijo que Lina no dejó de hablar de su hijo querido, en sus días de delirio.

     -Hoy es un día hermoso. Mi hijo vendrá y me traerá un ramo de rosas amarillas.

     Y se reía.

     Desde aquella última mañana, no volví a la calle Guecho, hasta que, gracias a mi amigo y a mi inexperiencia, lo hice. Saludé a Sonsoles, más arrugada. Pensé que a partir de entonces iría cada sábado, pues otras Linas me esperarían. Me forcé a recordar, paso a paso, cada historieta con Lina. Gracias a ella aprendí que el dolor se cura con amor, y cantando una canción.

     A sus ochenta y muchos años, ella desprendía vida. Conseguía ilusionarse con un bombón o una flor. A menudo, recuerdo su cara, cuando planeaba con ella un viaje o cuando nos reíamos de lo poco bien que solíamos cantar.

     -Hijo, será mejor que vayamos pronto a la ópera. Quizá se nos pegue algo de sus poderosas gargantas.

     Qué gran corazón el de Lina, y qué gran sabiduría la de mi madre.

     Hoy, sé que Lina tenía, y tiene, los ojos tan azules, por ser del cielo y, que a Van Gogh, se le olvidó pintarla en la silla y con su manta.