V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Desde una silla de ruedas

Anna Maria Febrer, 16 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

El geriátrico era un lugar pacífico, amplio y muy acogedor. Al fondo del pasillo del segundo piso había un gran ventanal. Tras el cristal se abría un jardín con altas palmeras y verdes arbustos. Frente a la ventana, sentado en su silla de ruedas y pensativo, estaba Rafael. Era un hombre de edad avanzada, tez blanca, arrugada, y con escaso pelo de un tono grisáceo. Su vida transcurría tranquila. Allí se encontraba a salvo del ruido y el ajetreo de la ciudad.

Habían transcurrido diez años desde el accidente de coche en el que estuvo a punto de perder su vida. Tuvo que pasar inmediatamente por quirófano y sufrió innumerables intervenciones. Tras mucha rehabilitación y esfuerzo, mejoró notablemente. Pero la parálisis se hacía ahora cada vez más notoria. Diversas vértebras habían quedado tocadas y su atrofiada musculatura le impedía moverse. Estaba atrapado dentro de sí mismo.

Observando a los demás abuelos que convivían con él, había descubierto que no era tan distinto. No se sentía en ningún modo inferior. Comía, se vestía, podía pensar e, incluso, disfrutar de las bellas melodías de Mozart y del canto que entonaban los pájaros.

Años atrás pasaba las tardes del domingo sentado junto a la hoguera, contando historias, aventura y recuerdos a sus tres nietos. Se preguntaba por qué decidieron un día dejar de venir. Daría lo que fuera por volver a tenerlos y oírles hablar. Aunque no podía expresarlo, era feliz. Sin palabras quedaba dicho todo. Sin notar sus besos en la mejilla, lo sentía todo.

En aquel momento, dos hombres vestidos de blanco se lo llevaron a su habitación. Lo cogieron con cuidado y lo dejaron encima de la cama. El más joven se giró y empezó a sacar objetos quirúrgicos de un maletín y a dejarlos en la mesita de noche que tenía junto a la cabecera. Se oía el tintineo de potecitos de cristal. Una voz empezó a susurrarle: “No temas, pronto tus sufrimientos se acabarán. No será doloroso”.

¿A qué debía temer? Allí siempre lo habían cuidado. ¿Qué sufrimientos se debían acabar? No lo entendía. En ese preciso momento notó como le penetraba una aguja y las imagenes se fueron disolviendo.

El cuerpo inerte de aquel anciano yacía en su cama. Habían decidido acabar con él.