III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Despertando

Esther Alegret, 16 años

                   Colegio Aura (Tarragona)  

    Respiró hondo y notó cómo una espesa bocanada de aire dulzón llenaba sus pulmones. Sus costillas crujieron levemente al quedar su pecho henchido del sabor del incienso que, desde la mesilla de noche, echaba a volar pequeñas partículas de vainilla y canela, aromas que se condensaban en su boca y portaban hasta su interior fragmentos de recuerdos vividos..., o quizá soñados.

    Sonrió para sí y se hizo un ovillo. Encogido sobre sí mismo, movió los dedos de los pies, aún dormidos. Le gustó la sensación de cosquilleo que le acariciaba las plantas desnudas, pero los notó algo fríos. La sábana quedaba fuera de su alcance, haciendo que se sintiera extrañamente vulnerable. Así que, con un movimiento asombrosamente rápido comparado con su pereza, alargó el brazo hasta la otra punta de la cama de matrimonio.

    Buscó ciegamente entre la desconcertante mezcla de sábanas y ropas que, revueltas en una sedosa masa, parecían abrazarse. Por fin, y tras algunas equivocaciones, logró dar con la fina tela de lino que le había cubierto durante toda la noche. No quería abrir los ojos. Prefería permanecer entre las vaporosas sabanas de color rojo azafrán, en silencio.

    Parecía satisfecho de la paz que reinaba en aquella habitación. Estaban cerradas las puertas y ventanas. Lo único que rompía a ratos aquella imperturbable oscuridad, aquel silencio, era el murmullo de la gente que, según la dirección del viento, llegaba hasta sus oídos. Habría jurado que de vez en cuando distinguía fragmentos de conversaciones.

    Finalmente abrió los ojos. Esperó unos instantes, hasta acostumbrarse a la penumbra de la habitación. Por un momento le pareció estar en casa, y a su vez, se extrañó al reconocer las paredes color ceniza en aquella primera ojeada. No recordaba nada de su viaje, de las vivencias transcurridas en los últimos meses. Desde aquella posición todo le parecía lejano, ajeno a él.

    Sin lugar a dudas, el viaje a Bangladesh había sido inolvidable. Un viaje duro, sí, pero muy bello. Su cabeza volvía a casa repleta de sabores, aromas intensos, de recuerdos que ahora parecían difuminados en su mente. Recordaba sus visitas a los templos budistas, musulmanes e hindúes, impresionantemente bellos y exóticos. Parecía perfectamente posible que su perfección fuera obra del mismísimo Dios.

    Dhaka, cuyas calles estrechas siempre estaban abarrotadas de gente color chocolate, con unos dientes tan blancos que sus sonrisas nunca pasaban desapercibidas, era el mejor de los recuerdos, una aventura extraordinaria. Su viaje acababa ese mismo día, pero sabía que se llevaba con él lo mejor de Bengala.

    Se dio cuenta de que unos tenues rayos de luz entraban por los resquicios de las contraventanas y eran filtrados en su trayecto por la ligera cortina. Dibujaban los contornos de los muebles, de las ropas, extendidas con desorden a lo largo de toda la habitación, de las lámparas y hasta del propio hilo de humo que volaba desde el lado de la cama.