XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Destino azteca 

Mauricio Castillejo, 17 años

          Liceo del Valle (Guadalajara, México)  

El fuego de las linternas cobró vida con la puesta del sol. Los aztecas se encontraban en guerra, por lo que era necesario que iluminaran las fronteras. Yoltzin, el astuto y orgulloso príncipe, observaba por las noches a los aprendices del Calmecac cuando encendían las farolas. Le parecía intrigante el baile de los haces de fuego que recorrían el perímetro de la ciudad. Aquella noche, al cobrar vida el último de los faroles Yoltzin tomó su tlahhuītōlli, el arma que lo había acompañado durante sus batallas, abandonó el palacio de su padre y se aventuró en el bosque.

***

Erandi llevaba horas perdida en la foresta, a la que la luna iluminaba tenuemente. Tenía miedo: miedo de la guardia de la tribu, a la que había burlado para salir de la empalizada, y miedo, sobre todo, de su padre, el emperador, que no le hubiese permitido un encuentro amoroso a sus espaldas. La princesa, cuyo nombre significaba “La casta”, se estaba jugando que la pudieran sacrificar de inmediato en el Gran Altar.

«Por favor, Pitao Cozaana, dios de mis antepasados, ayúdame a que padre entienda mis sentimientos», rezó por lo bajo mientras corría a través de la espesa vegetación. Descubrió la luz de una antorcha entre las hojas. Provenía de un claro. Erandi se detuvo, convencida de que se trataba de su amado. De repente, vislumbró a su Yoltzin con su arma y una antorcha en mano. Llevaban días sin verse, ya que sus padres se habían declarado la guerra. Por tal razón, la emoción recorrió el cuerpo de Erandi, quien como impulsada por un rayo salió del bosque para saltar a los brazos de Yoltzin.

—He encontrado la manera para que nuestros padres acepten esta relación –pronunció, llena de alegría.

Conmovido por el plan propuesto por su amada, Yoltzin la miró a los ojos, colocó sus manos entre las suyas y con su voz profunda, le dijo:

–No importa cuál sea tu propuesta, amor mío. De cualquier manera, siempre te apoyaré. Juntos haremos lo imposible no solo para que nuestros padres nos acepten, sino también nuestros pueblos y así, gracias a nuestro vínculo matrimonial, seamos capaces de formar una alianza y terminar con la guerra que asola nuestras ciudades.

A la mañana siguiente ambos se encaminaron al palacio del emperador Zapoteca, dispuestos a arriesgar sus vidas con tal de conseguir la aprobación de su boda.

—¡Qué valiente eres!... —exclamó el príncipe—. Te juro que te protegeré ante cualquier adversidad. Si tu padre acepta nuestro matrimonio, estaré siempre a tu lado. Si tu padre nos condena, viviremos eternamente juntos después del sacrificio.

Los guardias reconocieron a la pareja y permitieron que continuara su marcha hacia el palacio. Al llegar a la plaza principal, los novios se quedaron atónitos al ver lo que sucedía: los representantes de ambas tribus se encontraban reunidos y, para mayor asombro, parecían mantener un tono un festivo.

—Te lo dije Sicaru, Erandi jamás nos decepcionará. Ella sabrá tomar la decisión correcta —decía Xochitl, el emperador zapoteca, al hermano de Erandi.

Yoltzin y Erandi se encontraban confundidos:

—¿Qué sucede aquí? —preguntó la muchacha en voz alta—. ¿Es una broma o fruto de nuestra imaginación?

—¿Una broma?... —el padre de Erandi la atrajo hacia sí para envolverla en un abrazo—. Vuestro amor escondido ha sido la prueba que os hemos puesto, para ver si sois adecuados para gobernar nuestros pueblos una vez que nosotros, jefes cansados de tanta guerra, acabemos nuestros días de mando.

—Vuestro matrimonio será la garantía de paz entre aztecas y zapotecas —enunció su suegro, tomándose la libertad de acariciarle un pómulo—. Gracias a ti, hijo mío —se volvió a Yoltzin y le tomó de la mano para dejarla en la de la princesa—, y al valor de Erandi, ha llegado la prosperidad de un tiempo nuevo.

—¿Acaso no recordabas lo que te enseñé de pequeña? «La mejor arma para combatir la guerra es la paz» —Sicaru volvió a hablar y los presentes rieron de dicha, al ver que al fin se había resuelto el dilema que los había atormentado durante largo tiempo—. ¿Qué hacéis ahí parados?... Entrad, pues os tenemos un gran banquete preparado.

Pitao Cozaana, el dios de los antepasados, sonrió desde más allá del sol.