XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Dos corazones rotos 

José Armando Castillo, 14 años

          Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa, Perú)  

Hace algunos años, los alumnos de un colegio fueron invitados a participar en una competición deportiva en otra ciudad del Perú, conocida como «la ciudad de la amistad», ya que sus habitantes tienen fama de siempre estar dispuestos a tender sus manos.

En la delegación del colegio se encontraban Julián y José, que eran amigos desde los primeros cursos. Al llegar a su destino, fueron acogidos por las familias del colegio que organizaba la competición. Durante aquellos días hubo pruebas de atletismo, partidos de fútbol, de ajedrez y baloncesto. Cada colegio participante iba sumando puntos para la clasificación final.

Durante el Día de Confraternidad, una vez acabadas las pruebas, se reunieron los integrantes de cada uno de los equipos. Para romper el hielo, los anfitriones habían organizado una variedad de juegos y una tómbola, además de una comida al aire libre y un estrado sobre el que un grupo musical animó la mañana.

José y Julián decidieron dar un paseo entre los puestos. Ambos iban vestidos con el uniforme de su colegio y luciendo las medallas que habían logrado. De pronto se toparon con sus rivales en la carrera de relevos y el salto de altura. Se saludaron de manera cordial y elogiaron mutuamente las habilidades deportivas de cada uno. Julián se mostró agradecido, pero José ni se había dado cuenta de la conversació,n porque tenía los ojos clavados en una hermosa muchacha que le sonrería.

Al caer la tarde, se retiraron a descansar: a la mañana siguiente tendrían la competición de ajedrez con las que se clausuraban las jornadas. Doña Antonia, la madre de la casa que les hospedaba, les llevó de regreso a la ciudad junto con Pedro, su hijo, que también competía. Una vez en la vivienda, cuando se disponían a retirarse, sintieron unos golpes en la puerta.

—Voy yo —dijo Pedro.

Al abrir se llevó la grata sorpresa de que su vecina Julieta venía a visitarles. Se la presentó a sus invitados. José y Julián la reconocieron. Era la misma que formaba el grupo con el que habían estado hablando hacía una hora. Comenzaron a conversar entre ellos, entre entre chistes y risas. Julián hizo un comentario sobre la baja estatura de la muchacha:

—Oye, Julieta, dicen que lo bueno viene en envase pequeño… pero tú solo eres una muestra.

Julieta, ofendida, comenzó a llorar.

—Lo siento —se disculpó Julián—. Será mejor que me retire.

Pedro, inquieto, se acercó a la cocina a por un vaso de agua. Solos José y Julieta, este trató de calmarla:

—Perdona a mi amigo. No tiene noción de la gravedad de sus comentarios. Yo creo que eres preciosa tal cual eres. Tu voz me llena de paz, tus ojos son dos luceros que superan al crepúsculo más hermoso, y hasta la luna envidia el resplandor de tus dientes —se atrevió a decirle—. Perdóname si me he excedido… Acabamos de conocernos.

Julieta, conmovida, se olvidó de Julián, pues nadie le había dedicado palabras tan dulces.

—Ahora entiendo que no todos los muchachos son iguales —le declaró—. Al menos hay uno que respeta y aprecia a las mujeres. Gracias a tu actitud he perdonado a tu amigo y olvidaré sus ofensas —sonrió.

José se acercó a Julieta, la tomó de las manos y, mirándola fijamente a los ojos, se atrevió a besarla. Aquel fue el primer beso de amor para ambos.

—¿Interrumpo?

Pedro acababa de aparecer con el vaso de agua. Entonces, José y Julieta estallaron en una feliz carcajada.

Al día siguiente, por la tarde, los amigos partieron en autobús hacia su ciudad de origen. José llevaba el corazón roto: sabía que nunca la volvería a ver.