III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Dos mundos por descubrir

Paula Herrera

                 Colegio Canigó, Barcelona  

    Nikte contenía la respiración con dificultad. El miedo de ser descubierta le oprimía el pecho, sofocándola. Pero ya no pensaba cambiar de rumbo, ahora no.

    Agazapada, detrás de una maraña de ramas tropicales, recordaba el rostro de su padre, Tsool, al oír las noticias que traía el viento maya: vienen. La profecía se estaba cumpliendo. Los dioses, sobrehumanos pese a su parte animal, capaces de escupir fuego por los dedos, habían bajado del sol.

    Nikte tembló, de frío y de terror, y la hojarasca se removió bajo sus pies descalzos. A muy poca distancia, el susurro de los dioses mecía la colina. Nikte estaba decidida a esperar a que llegaran, a encontrarlos. Estaba decidida a averiguar la verdad.

    Se levantó sigilosamente y avanzó un poco más. Pegó la oreja al suelo. Alguien se aproximaba por el este. Nikte quiso esconderse tras la maleza de nuevo.

    Se giró, y entonces lo vio a él, al dios. Nikte sintió como se le agarrotaban las manos. Las piernas, entumecidas, no le respondían. Intentó gritar, pero solo logró proferir un leve gorjeo. Se enfureció consigo misma, sacudió la cabeza con fuerza y, haciendo acopio de todo su valor, enderezó la mirada hacia el dios. Éste permanecía imperturbable, en su sitio; sus ocho patas clavadas a su cuerpo.

    De repente, sin previo aviso, el dios comenzó a partirse en dos. Nikte lo contemplaba extasiada, como si todo fuera un sueño. Nikte vio como la parte animal se desprendía de la otra y se ataba a un sauce. El resto del dios se dirigió hacia Nikte. Ésta seguía clavada al suelo. Se fijó con sorpresa en que el dios parecía ahora un hombre. Un hombre… diferente. Tenía la piel blanca como el brote del maíz y el cabello dorado como el sol. Sus ojos eran color mar. Transmitían una paz infinita.

    El miedo dio paso a la curiosidad, al ansia de saber. Nikte avanzó. Él alargó un brazo. Ella lo observó. Una mano, grande y tosca como la de su padre, suspendida en el aire, expectante, casi fantasmagórica. Nikte frunció el entrecejo, vacilando. La mano se acercó aún más.

    Algo se rompió estrepitosamente en el interior de la joven indígena. Extendió su mano y tocó al dios.

    Se miraron, sin intercambiar palabra, y la Tierra crujió. Dos mundos chocaron. Un océano de dudas e interrogantes se disipó y dos manos, diferentes, iguales, se juntaron, se mezclaron, se enlazaron. Nikte, sonriendo, lo descubrió.