I Edición
Curso 2004 - 2005
Durante la guerra,
tu fotografía
María Elías, 15 años
Colegio Orvalle, Las Matas (Madrid)
Nada, eso es, nada. ¿Estoy muerto? Nada, no hay respuestas. No pienso, no hablo, no como, no duermo... Miro a mi alrededor. Dos hombres, como yo, miran a la nada, sentados sin saber dónde están ni cuando podrán salir, volver a la vida. Porque esto no es vida, ni muerte. No es nada.
Me levanto, me miran. ¿Me ven? Nada; no preguntan.
No hay más ruido que el de fuera; disparos, bombardeos, gritos... ¡a todo se acostumbra uno! He aprendido muchas cosas durante la guerra. Aprendí a fumar, aprendí a desfilar, aprendí a tener cuidado cuando disparaba desde mi puesto de tirador, no fuera que alcanzara un árbol y me hiriera a mí mismo con un proyectil de vuelta. Aprendí a tomar el peor café que había probado nunca, aprendí unas cuantas palabras en otros idiomas, aprendí a escupir muy lejos y aprendí a soportar la depresión de un soldado después de su segundo combate, cuando se da cuenta de que la guerra no se termina con una batalla, que habrá más y más después de aquella. Aprendí a silbar entre los dientes y a dormir en suelo pedregoso. Aprendí que los huesos de un hombre son blancos cuando asoman por entre la piel. Aprendí a rezar a toda velocidad y a guardar en el bolsillo las cartas para mi familia y para Cristina, por si acaso mis compañeros me encontraban muerto.
Cuando me alisté tenía diecinueve años. No sé cuántos tengo ahora, pues he perdido la noción del tiempo.
Los jóvenes van a la guerra porque tienen que ir o porque quieren. Siempre creen que todos esperan que vayan. Consideran que el valor está asociado con coger las armas y la cobardía con dejarlas a un lado.
Recuerdo el día que decidí alistarme en el ejército y partí hacia este infierno. Recuerdo la cara seria de mi padre intentando ocultar el orgullo que esta decisión le producía. Recuerdo a mi madre llorando, pidiéndome que no me fuera y la recuerdo a ella, a Cristina, mirándome con su dulce rostro. Deduje que no habría dormido aquella noche. Me acerqué a ella, la besé y noté en sus mejillas una lágrima mientras me susurraba al oído que me esperaría.
Me quito el casco, lo miro, sonrío. ¿Lloro? No estoy seguro, tantos sentimientos juntos me producen dificultades para distinguirlos. Sólo sé que el único motivo que me mantiene con vida es su fotografía en el interior de mi casco.
Todas las noches me dormía mirando el casco y aunque no soy demasiado rezador, oraba improvisando mis ruegos:
<<Señor, te ofrezco estos seis días si puedo estar seis días más con ella>. <<Te ofrezco estos treinta días si puedo estar treinta días más con ella>>, y así noche tras noche.
Así pasé cincuenta noches, porque la cincuenta y nueve, estando yo con un compañero llamado Chema, sentados en un muro y comentando el hambre que teníamos, oí un "clic" y al segundo estaba Chema desplomado en el suelo. Entonces perdí el hambre, la fe y la esperanza de que esto terminase algún día.
Se abre la puerta de la habitación. Entran tres hombres uniformados, hablando en otro idioma y con un rifle en la mano. Nos hacen señas para que salgamos. Hacía tiempo que no veía la luna; desde la noche que mataron a Chema y nos hicieron prisioneros. A partir de entonces nunca salimos de la habitación en la que nos confinaron. Distinguíamos los días de las noches por la luz que se colaba a través de una abertura en la pared.
Me pareció raro que después de varios días con gritos y bombardeos todo estuviese tan tranquilo. Sin una maldita lámpara en todo el campamento. Solamente nos encontrábamos los tres extranjeros y nosotros.
Pensé en escapar pero me amenazaban con un rifle en la espalda. De pronto se detuvieron en un lugar pequeño y oscuro, desde el que apenas se veía la luna. Ahora el rifle no apuntaba a mi espalda, sino a mi cabeza. Apenas tuve tiempo de pensar, percibí el movimiento del gatillo y caí al suelo.
Sentí frío y apenas podía respirar, pero conseguí, con un esfuerzo sobrehumano, abrir los ojos. Entonces vi su rostro en el interior de mi casco.