XXI Edición
Curso 2024 - 2025
El accidente de Ana
Kiara Díaz, 16 años
Colegio Senara (Madrid)
Gabriela conducía con toda presteza, pues necesitaba llegar cuanto antes al hospital. Su padre la había llamado para informarle de que Ana, su hermana pequeña, había sufrido un accidente y se debatía entre la vida y la muerte.
Algunos conductores tocaban el claxon, exigiéndole que disminuyera la velocidad, pero apenas los prestaba atención. Incluso le costaba ver, debido a las lágrimas que se acumulaban en sus ojos. Más de una vez estuvo a punto de chocarse con otro automóvil, pues la urgencia le empujaba a saltarse los semáforos en rojo.
Desde una rotonda vio la mole de la clínica, sin darse cuenta de que debía respetar el ceda el paso a un camión que tenía preferencia. Hubo un golpe. El camión colisionó contra la zona izquierda del coche de Gabriela. Ella perdió el sentido.
Vio luces, escuchó gritos y susurros. A medida que tomaba conciencia, percibió que no notaba ninguna parte de su cuerpo. Quiso gritar, pedir ayuda. No podía moverse, ni siquiera podía hablar. Lo intentó una y otra vez, sin resultado. De repente, las voces se empezaron a alejar de ella, y las luces se atenuaron hasta que no quedó nada más que una mancha brillante. Entonces escuchó nuevos susurros, y entre ellos una voz familiar, similar a la de su hermana. Gabriela se puso a llamarla: «¡Ana! ¡Ana! ¡Ana!...», con la vaga esperanza de que fuera ella. Los susurros se hicieron cada vez más intensos. No dejaban de repetir «… tranquila, tienes que estar tranquila, tienes que estar tranquila…».
Notó un escalofrío en los músculos, tan doloroso como mil agujas. Entonces volvió a ver, a sentir los miembros de su cuerpo, a escuchar… Miró a su alrededor; seguía en el coche. Aunque no entendía qué había ocurrido, volvió a conducir hacia el hospital. Creía que aquel extraño momento lo había causado el estrés de la noticia sobre el accidente de su hermana. Pero el susurro no dejaba de repetirse en su cabeza: «… tranquila, tienes que estar tranquila, tienes que estar tranquila…», intensificándose hasta tal punto que se vio obligada a frenar en seco, atenazada por un repentino dolor de cabeza. Segundos después, un camión le pasó por delante. Se dio cuenta de que si ella no hubiera frenado, el tráiler se habría golpeado contra su automóvil.
Decidió detenerse en el arcén y se bajó del coche. Necesitaba asimilar todo lo que le había pasado y lo que podía haberle ocurrido. «… tranquila, tienes que estar tranquila, tienes que estar tranquila…».
Un rato después, atravesó la puerta principal del hospital. Anduvo por largos pasillos, tomó un par de ascensores y llegó a la habitación que una enfermera le había indicado. Allí se encontró a sus padres, que lloraban. Su madre la miró y negó con la cabeza, haciéndole ver que Gabriela había llegado demasiado tarde.
«… tranquila, tienes que estar tranquila, tienes que estar tranquila…».
Gabriela supo quién le estaba enviando aquellas palabras.