III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El alma valerosa

Cristina del Castillo, 14 años

                  Colegio Los Tilos (Madrid)  

    Era una tarde fría.

    La casa de Norberto estaba más tranquila que de costumbre. Su padre, que tenía un librería, había ido a la ciudad a encargar unas novelas. Le acompañó la madre, que llevaba a Luisita, hermana de Norberto, para operarla de un ojo enfermo.

    Faltaba poco para la medianoche. Norberto estaba junto a su abuela, que tenía las piernas paralizadas. Vivían en una casita baja, de madera, cerca de la carretera y apartada del pueblo. A su lado se encontraban las ruinas de una antigua posada. En la trasera había un pequeño huerto. Alrededor se extendía una campiña solitaria.

    Caía la lluvia y el viento azotaba las ventanas. Norberto y su abuela todavía estaban despiertos. Se encontraban en el comedor, situado entre un cuarto lleno de trastos que daba al huerto. Norberto había vuelto tarde a casa. Su abuela le había esperado, llena de ansiedad e inmovilizada en aquel sillón. Norberto volvía cansado, con los pantalones llenos de barro y la chaqueta desgarrada y sucia. Tenía un golpe en la frente, ya que se había peleado con unos compañeros con los que había perdido su dinero en una partida de canicas. El salón estaba iluminado por un candil, colocado encima de una mesa, cerca del sillón de la abuela. El ambiente era tenso.

    La abuela miraba a su nieto, sucio y cansado.

    -No tienes compasión de tu pobre abuela -dijo, después de un largo silencio-, porque si no, no te aprovecharías así de la ausencia de tus padres para darme estos disgustos. Debo advertirte, Norberto, que sigues un camino que te conducirá a un triste fin. He visto a otros que comenzaron como tú y han acabado muy mal, enredados en vicios y en el robo. Piénsalo.

    Norberto estaba todavía encendido por la pelea. No estaba triste, ni mucho menos. Su padre le había acostumbrado mal, poniéndole a prueba, confiado de que se iría formando con los golpes de la vida.

    Era un muchacho bueno, pero tozudo. Aunque en su corazón hubiera algo de arrepentimiento, no iba a dejar escapar una petición de perdón. Su orgullo no se lo permitía.

    -¡Ya ves en el estado que me encuentro. No deberías permitir que la madre de tu madre, tan vieja y próxima a su fin, llorase por tus travesuras. Siempre te he querido tanto..., y ahora me tratas a disgustos. ¿No recuerdas cuando te llevaba al santuario de la Virgen y te traía en brazos, dormidito, con los zapatos llenos de arena? Ahora estoy paralítica y tengo necesidad de tu cariño. ¿No te das cuenta?

    Norberto escuchó un ruido.

    -¿Qué es eso? -preguntó la anciana, intrigada.

    -La lluvia -murmuró el chico, atento por si se volvía a repetir.

    -Entonces –se enjuagó los ojos-, ¿me prometes ser bueno?

    Un nuevo ruido le interrumpió

    -No me parece que sea la lluvia -exclamó la abuela, palideciendo.

    Ambos sintieron un escalofrío cuando entraron dos hombres encapuchados en la habitación. Uno de ellos agarró al muchacho, tapándole la boca para que no gritara. El segundo, cogió a la anciana por el cuello.

    -¡Cállese! –le ordenó, levantando un puñal para que dejara de moverse.

    -¿Dónde guarda tu padre el dinero? –preguntó el que sujetaba a Norberto.

    Una vez metió los billetes en una bolsa, se acerco a su compañero.

    -No es mucho.

    Al otro lado de la puerta se escucharon unas voces.

    -¡Socorro! –grito la anciana.

    -Maldita -rugió el ladrón y se abalanzó sobre ella con el puñal.

    Norberto dio un salto y cubrió a la anciana con su cuerpo.

    El asesino chocó con la mesa, tirando el candil. Todo quedó a oscuras. El muchacho se deslizó lentamente sobre la abuela.

    -Norberto –le llamó-. ¿Se han ido ya?

    -Sí, se fueron.

    -No me han herido -murmuró.

    -Estás a salvo, yayita –afirmó con un hilo de voz-. ¿Verdad que me quieres?

    -Cómo no te voy a querer.

    -Abuela... Siempre os he dado muchos disgustos –prosiguió el muchacho.

    -No, Norbertito. Ya no me acuerdo de nada. Te quiero mucho, ángel mío.

    -¿Me perdonas yayita?.

    -Claro que te perdono. Anda, levántate y no te preocupes. Enciende el candil –hizo una pausa-. Vamos, levántate.

    -¿Verdad que te acordarás de mí?

    -¡Norberto!-exclamó inquieta y levantó la cabeza para mirarle a la cara.

    -Acuérdate de mí -murmuró, con algo parecido a un soplido.

    -¿Qué tienes? -gritó la anciana-. ¡Norberto!¡Mi Norbertito!¡Amor mío...!¡Dios, ayúdame!

    El pequeño héroe, herido mortalmente por la puñalada, acababa de morir.