XVII Edición
Curso 2020 - 2021
El amigo del parque
Teresa Franco, 16 años
Colegio Senara (Madrid)
Aquella tarde anunciaba el final de la primavera y el comienzo del verano. Los padres de Marta y Fátima, su hermana mayor, habían ido a recogerlas al colegio. De camino a casa, Marta descubrió una sombra que se movía entre los setos del parque.
–¿Habéis visto eso?
–¿El qué? –respondió Fátima.
–Lo que se mueve –señaló hacia los setos.
–¡Ah!... Es un bicho –dijo Fátima con aires de sabelotodo.
–¿Un bicho? ¿Dónde? –quiso saber su madre, un tanto precavida.
Se acercaron los cuatro al parque para comprobar, con asombro, que el tal bicho era un conejo silvestre que vivía en un jardín situado en plena ciudad de Madrid.
Marta, que tenía seis años, no conseguía seguir con la vista la rapidez con la que se movía aquel animal por los matorrales, a saltos de un lado a otro.
Una vez en casa, Marta y Fátima le prepararon una merienda: trozos de zanahoria y un pimiento. A partir de entonces, fueron casi todas las tardes a dejarle verdura cerca de los setos. Enseguida el animalito aparecía para comérsela y más de una vez lo tuvieron tan cerca que a punto estuvieron de poder tocarlo, pero en cuanto presentía sus intenciones, el conejo volaba a su madriguera, de la que no volvía a salir.
Marta soñaba con que algún día sería capaz de cogerlo a tiempo para llevárselo a casa, donde lo cuidaría y le daría muchos achuchones.
El padre de las niñas vio una camioneta aparcada cerca del parque. Salieron unos operarios de ella. Eran trabajadores de Protección Animal y se pusieron a buscar entre los setos. Finalmente hallaron la madriguera, lograron que saliera el conejo y se lo llevaron en una jaula. Poco después las hermanas, ignorantes de lo ocurrido, acudieron como de costumbre a alimentarlo. Al no verlo, supusieron que se había quedado dormido en el interior de la gazapera.
Entonces sus padres decidieron comprarles un conejo doméstico para que lo cuidaran en casa. Marta, llena de felicidad, se olvidó de aquel que había habitado el parque. Solo años después, cuando su mascota murió, cayó en la cuenta de que desconocía qué había pasado con el anterior. A partir de entonces, al pasar cerca de los setos, la niña curioseaba entre las hojas por si aparecía el hocico de aquel animalito.