II Edición
Curso 2005 - 2006
El ángel de Gaudí
Berta Ferrer, 17 años
Colegio IALE, Valencia
Paula sonreía. Tenía catorce años, dos largas trenzas y un puñado de sueños por cumplir. Llevaba un abrigo nuevo y zapatos de charol. Y sonreía, deslumbrada por la majestuosidad de la ciudad.
Era la primera vez que Paula pisaba Barcelona y miraba de aquí para allá intentando retener cada minúsculo detalle con sus pequeños ojos color azabache. Pero sobre todo, sonreía, llevada por la magia gaudiniana que se apoderaba de cada esquina.
***
Carlos apoyó la cabeza sobre la ventanilla del tren. Los campos pasaban difuminados a medida que la locomotora perdía velocidad, llegando a la estación.
Aquel chico de apenas veintitrés años comenzaba a darse cuenta de lo nervioso que estaba. Lo había dejado todo al comprar un billete, en un arranque de efusividad. Visitar aquella ciudad siempre había sido uno de sus deseos más profundos y cuando, aquella tarde lluviosa, pasó por delante del luminoso escaparate de la agencia de viajes no pudo resistirse y decidió embarcarse y cumplir su mayor sueño.
Sabía que contaba con tres días escasos. Tres días a los que pretendía exprimir todo su jugo. Una vez fuera de la estación se colgó la mochila al hombro y no dudó un instante al subir al taxi: “A la Sagrada Familia, por favor”.
Llevaba tanto tiempo deseando estar frente a la imponente catedral que una vez allí, bajo un cielo azul y dorado, no podía ni siquiera pensar. Su abuela tenía toda la razón cuando le repetía una y otra vez, incansable, que aquél era el edificio más bonito del mundo.
-Cuando el sol comienza a desvanecerse, sus últimos rayos la hechizan y, antes de que te des cuenta, comienza a derretirse -solían ser sus palabras cuando describía la inmensa iglesia, mientras le acariciaba el pelo a la vez que sus ojos se cerraban dominados por el sueño.
-¿Y eso, por qué, abuela?
Ella sonreía rememorando en silencio pasajes remotos de su juventud.
Carlos paseaba tranquilamente, sin prisas, saboreando cada detalle insignificante y deleitándose con la belleza que le rodeaba. Era tanta la emoción al recordar las palabras de su abuela, que no osaba romper el encanto del paisaje. Al fin decidió adentrarse. Temblaba. Tardó poco en acostumbrarse al insólito frío y decidió dejarse llevar por el encanto del lugar.
A su lado, un grupo de turistas escuchaban ensimismados a un guía que hablaba monótonamente. No pudo más que esbozar una sonrisa cuando se dio cuenta de que ya había estado allí, antes, incluso, de que él lo supiera.
-Cuéntame más, abuela.
-No sé, hijo mío- se quedaba pensativa mientras trataba de recordar algún momento que pudiera satisfacer a la insaciable curiosidad de su nieto-. Antonio Gaudí era un hombre muy creativo. Estaba inventando siempre historias y nuevas maneras de enlazar todas las anteriores. Tenía un porte regio y una sonrisa suya valía más que cualquier palabra lanzada al aire. Le encantaba sentarse en un banco y dibujar lo primero que se le ocurría. Recuerdo el leve susurro del lápiz rasgando la hoja. Entonces yo le miraba, sin que él se percatara, y observaba sus ojos concentrados en la tarea, con la emoción reflejada en el rostro.
-¿Conocías a Gaudí?
Ella sonreía, afirmando levemente.
-Digamos que éramos buenos amigos. Era poco hablador, pero yo conseguía sacarle algunas palabras. Desde el primer día le insistí en que me desvelase su secreto más profundo. Insistía en que me describiese el modo en el que concebía aquellas estructuras tan extrañamente encantadoras. Él se limitaba a sonreír y dejar que la duda me carcomiera por dentro. Yo sabía con certeza que acabaría por desvelarme su secreto algún día, y cada tarde, cuando nos sentábamos en el café de su esquina favorita, desde donde se divisaba su Barcelona encantada, él con su humeante café entre las manos, y yo con mi vaso de leche, solía relatarme retazos de su vida entre silencios y rayas en el borde de los periódicos.
- ¿Era un hombre bueno? -el pequeño escuchaba embobado las palabras de su abuela.
- Mucho. Pero yo lo conocí ya mayor. Su sombra empezaba a apoderarse de él y una tarde, de la que yo intuía sería la última, me susurró al oído: “Yo tengo un ángel, pequeña” No pude más que sonreír con gesto malicioso. “Tengo un ángel, que me ilumina y hace que brille con su luz” Entonces no entendí sus palabras, y aún ahora me descubro muchas noches pensando en ellas.
***
-Señor. Disculpe, señor. Vamos a cerrar.
Carlos salió de su ensimismamiento y se dio cuenta de que había dejado correr el tiempo entre recuerdos. Salió dando tumbos, todavía despistado, y se sentó en un banco. Estaba anocheciendo y el cielo era presa de un color anaranjado que se reflejaba sobre la tierra húmeda.
Levantó la cabeza y cual fue su sorpresa al percatarse del cambio del lugar. La inacabada catedral se deshacía, tal como su abuela le había descrito tiempo atrás, envuelta en sombras azules y doradas. Sacó su cartera recordando que llevaba una foto de ella. Una niña de no más de catorce años, con un vestido vaporoso y dos largas trenzas, sonreía en blanco y negro sobre aquel mismo lugar que él tenía enfrente. Al darle la vuelta a la fotografía se percató de una firma que no había visto nunca, a pesar de que conocía de memoria aquella imagen. Rezaba así: “Para Paula, que brilla con luz propia. A.G.”
Carlos volvió a posar la vista sobre la inmensa estructura y sonrió. En aquel momento entendió todas y cada una de las palabras de su abuela, y supo que era ella el ángel de Gaudí.
Su figura se difuminó entre las brumas de la noche. Fue entonces cuando comprendió que ninguno de aquellos recuerdos le pertenecía, y con las manos en los bolsillos se perdió entre calles oscuras, mientras el cielo descargaba toda su fuerza sobre los tejados desconocidos.