III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El ángel

Laura Berridi, 15 años

                 Colegio San José de Cluny (Santiago de Compostela)  

    La luz tenue de la luna inunda el páramo. Todo está en silencio. A lo lejos, los grillos entonan sus cánticos nocturnos y corre el rumor de las aguas cristalinas del río, sin importarles la luna que se refleja en ellas. Allí está Orión. Más lejos, Casiopea y la estrella polar, que forma parte de la Osa Mayor. En el cielo claro se dibujan todas las constelaciones.

    Un grito, un aullido de dolor y angustia rompe el silencio y la magia de la noche. Todo lo envuelve en su tristeza. Se detiene el tiempo. Se callan los grillos y, por un instante, se detiene la respiración. Sólo los árboles, inquietos, agitan las ramas sin que ninguna brisa juegue con ellas, tratando de ocultar un secreto.

    Todo el mundo asistió, con el corazón desgarrado de tristeza, a la despedida de una chiquilla frágil y cálida. Era el último adiós para Genoveva. Su madre, Camila, ahogándose en lágrimas, se aferra a su marido. En los ojos de Igor se funden ira y dolor. La noche anterior, después de haber encontrado el cuerpo de Genoveva tendido en la nieve y con una expresión de terror en el rostro, él y unos pocos hombres de la aldea se adentraron en el bosque con el fin de dar caza al asesino. Sólo una persona, oculta en la sombra, se alegra de la muerte de Genoveva. Así, él por fin será suyo, sólo suyo. Aún no ha aparecido por lo alrededores de la iglesia y eso es muy raro, pues la amaba con todo el corazón.

    Traen un segundo ataúd. Se asusta. Los portadores pasan cerca de su escondite. ¡Es Víctor, el novio de Genoveva! El motivo por el que cometió el crimen yace en el ataúd contiguo al de su rival. ¿Para qué sirvió condenarse a sufrir el resto de su vida? El dolor eterno se sumará al dolor que siente por la pérdida de Víctor. Él se suicidó. Ella ya no podrá disfrutar de su triunfo. Sólo le queda una vida maldita y una muerte aterradora.

    Corre tan deprisa como sus piernas le permiten, dejando atrás el cementerio y los lamentos. Se apresura en recorrer las calles, hasta llegar a la torre sur del palacio. En realidad es la antigua casa de un señor que antaño gobernaba esas tierras. Ahora, bajo la luz tenue de la mañana, se ve impresionante, inmensa. Entra y se dirige al mausoleo sin dudar. Sabe que la puerta está abierta y entra. En el centro de la estancia circular, iluminada por la suave luz de las velas, la estatua de un ángel de piedra le da la bienvenida. Se acuesta a sus pies y duerme. Duerme...

***

    Mara está cubierta por una fina capa de polvo y no entiende por qué, pues sólo se recostó un momento para descansar y llorar la pérdida de Víctor. Se dirige hacia la puerta, que se resiste a liberar a su prisionera. Las malas hierbas han crecido y tapado la salida. La sala de la estatua sigue igual y las velas están encendidas. Entra en la cámara del fondo y la luz brillante del sol le ciega durante unos instantes que aprovecha para intentar comprender lo que ha pasado. El olor a sal le llega de pronto, mezclado con el de unas flores conocidas de sobra por ella: magnolias.

    -¿Sigue Veracruz como lo recuerdas? –le pregunta la voz del ángel.

    -¿Quién eres? ¿Por qué estoy otra vez aquí? Prometí que nunca volvería a poner un pie en este lugar.

    -Te he devuelto a la infancia para que descubras, por ti misma, qué es lo que te hizo alimentar tanto odio.

    La pequeña Mara se acerca con una gran sonrisa a un corro de niños, más o menos de su edad, que observan extasiados un teatrillo de marionetas. Pero se marcha poco después con gruesas lágrimas. La han rechazado por ser extranjera.

    Como si de un parpadeo se tratara, van pasando por sus ojos las imágenes más tristes de su infancia.

    -Por culpa de esos niños tu corazón se endureció y te hizo desconfiar de los demás. Pero no te paraste a pensar en que hay alguien que siempre te aceptará tal y como eres, del que no te podrás esconder porque tú misma no querrás hacerlo, alguien con quien te sentirás a gusto y del que nunca te separarás. Pero ahora, sigamos.

    Mara se encuentra en un páramo de hierba suave, cruzado por un río. Conoce muy bien aquel lugar. Recorre las calles del pueblo en compañía de su misterioso compañero. Mara recuerda su sorpresa el día que Genoveva le invitó a pasar la tarde con ella. Fue el primer gesto amable que recibió en su vida. Genoveva y Víctor estaban sentados muy juntos y Mara, que desde que le vio sintió especial, se tomó aquella inocente invitación como un golpe, como un desafío. A partir de ese día, su odio fue creciendo.

    Ahora, desde esa perspectiva y con la cálida presencia de su acompañante, ve a Genoveva como una niña, casi mujer, que repartía amor y sonrisas a los que le rodeaban. Mara no se contiene y llora de verdad. Llora por Genoveva, por Víctor, por los padres de ambos, por toda la aldea, y por último, llora por ella misma, por su ceguera.

    -Aún lo puedes remediar –el ángel le pasa un brazo por los hombros-, acabar con el dolor que causaste. O, mejor dicho, no causarlo.

    Mientras acababa de hablar sus cuerpos se desvanecieron. Mara entró en un profundo sueño. Sobresaltada, abrió los ojos. Esta vez no le costó saber dónde se encontraba. Estaba en su casa y era la noche en la que había quedado con Genoveva para dar una vuelta por el campo. Se trataba de la misma noche en la que tenía pensado matarla. Pero no, iba a ser todo muy distinto. Aún podía arreglarlo.

    En el pueblo no todo es silencio, como es habitual a esas horas. Víctor llega corriendo y llorando. Lleva a Genoveva en los brazos, surcada de cortes por todo el cuerpo.

    -Por favor, ayúdala Mara, sólo tú puedes. Le ha atacado un lobo mientras te esperaba. Menos mal que yo estaba cerca. ¡Por favor, ayúdala!

    Mara le preparó su cama lo más rápido que pudo y se concentró en ponerle una cataplasma antirrábica con una cocedura de magnolia, siguiendo una receta que había aprendido de su madre en Veracruz. Se la aplicó y después de dejar a Víctor velándola, se dirigió a la iglesia del pueblo.

    Su extraño compañero, del cual aún no sabía el nombre, tenía razón. Aún había alguien en quien confiar, a quien revelar los secretos de su corazón. Y tenía bien claro que no se iba a alejar de nunca de él.

    Entró en la capilla y miró involuntariamente hacia la estatua de un ángel que había en la entrada. Tenía los mismos rasgos que el de su sueño, el que le mostró las heridas de su corazón y le ayudó a cerrarlas. Por primera vez en su vida, Mara se sintió querida.