XVII Edición
Curso 2020 - 2021
El apagón
Esther Delgado, 14 años
Colegio Tierrallana (Huelva)
El viernes, después de una semana de clase, me senté en el salón dispuesta a pasar un rato entretenido gracias a una aplicación de mi teléfono móvil. Hacia las ocho todo se volvió oscuro: de pronto se habían apagado las luces de la casa y la pantalla de mi dispositivo mostraba la señal de que había dejado de estar conectado a la red wifi.
Enseguida me asomé al ventanal del salón. La calle también estaba a oscuras, con las farolas apagadas. Entonces entendí que se había ido la luz de toda la calle o, quizás, del barrio.
Encendí la linterna de mi tablet para buscar a mi hermana, que debía estar en la otra punta de la casa, pero la batería apenas aguantó unos segundos. Menos mal que apareció mi madre, que había encontrado unas cerillas con las que encendió varias velas.
Lo que supusimos iba a ser un apagón de unos minutos, duró toda la noche. Cuando apareció un camión transformador para aportar energía provisional a la zona, mientras unos operarios arreglaban la avería, el reloj marcaba las tres de la mañana.
Aun abatida por el sueño, me di cuenta de nuestra dependencia de la electricidad. Si las familias no contásemos con una red eléctrica que nos trajera la corriente hasta casa, no tendríamos frigorífico para conservar los alimentos, ni microondas para calentarlos, ni vitrocerámica para cocinar, ni bombillas para darnos luz, ni enchufes para cargar las baterías de los teléfonos móviles, para limpiar la casa con la aspiradora, para hacer café o calentar las tostadas. Tampoco tendríamos calefacción (al menos en mi casa, donde es eléctrica), ni conexión a la red de internet. La vida sería completamente diferente y, a la vez, parecida a la que ha experimentado la humanidad hasta finales del siglo XIX.
Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo lleno de comodidades y sin apenas agradecerlo. Por eso, hasta que un incidente no nos abre los ojos no somos conscientes de la suerte que tenemos de ser ciudadanos del siglo XXI.