XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El aprendiz del filósofo 

Luisa Clemente, 16 años

Colegio IALE (Valencia)

Junto a la mezquita había una plazoleta, en cuyos soportales solía reunirse por las mañanas el maestro con sus jóvenes discípulos. Farid, que vestía una sencilla túnica blanca, había llegado a Córdoba desde el norte de África tres años atrás, invitado por el califa para que educara en filosofía a los hijos de la nobleza musulmana. Es decir, había recibido la potestad de instruir con autoridad a los hijos de los cancilleres y chambelanes, así como a los de los ministros y mandos del ejército acuartelado junto a las riberas del Guadalquivir. Por toda la ciudad se comentaba acerca de su sabiduría, pues Farid era un hombre viajado que se había formado en las principales escuelas de Medina.

Entre todos sus discípulos, sentía un especial cariño por Alhakén, un joven de espíritu sensible y curioso que, sin embargo, se pasaba la mayor parte del tiempo callado, inmerso en sus pensamientos.

Una mañana, Farid le dirigió una mirada penetrante.

–Alhakén, comparte con nosotros lo que está pasando por tu cabeza.

El muchacho alzó los ojos, asustado y balbuceó:

–¿Por mi cabeza?... Nada. No pasa nada.

—¿Nada? –el maestro contrajo el ceño–. ¿Has dicho nada? ¿Es cierto que no tienes nada que decirnos?

–No –le respondió con un hilo de voz.

–¡Estás vivo! —le retó el maestro–. Vamos, quita ese gesto de cordero degollado y habla.

Alhakén tragó saliva y miró con inseguridad a los allí convocados.

—No es que no tenga nada que decir –pronunció con timidez–. El problema es que no sabría cómo reaccionar si lo que pienso no le interesara a nadie.

—¡Tonterías! —protestó Farid–. Con todo lo que has estudiado, es imposible que tus palabras no nos interesen. Pero si estás empeñado en no querer hablar… –. Se puso en pie, dio la media vuelta y abandonó la escuela a grandes pasos, murmurando por lo bajo con una entonación de enfado.

Alhakén pasó todo el día atormentado por la reacción de su maestro. Sentía que había fallado, no solo a Farid, sino también a sí mismo, pues era consciente de que había elaborado sus propias ideas y estaba cargado de sueños, pero le atenazaba el miedo a no ser escuchado. No en vano, Alhakén siempre había sido la sombra de su hermano Hasan, quien era extrovertido y ocurrente. Por eso, en su opinión nunca era escuchada en su casa, pues todos los ojos estaban puestos en Hasan. A medida que ambos habían crecido, Alhakén se había acomodado en aquel silencio sostenido.

Aquella tarde, decidió buscar respuestas entre los ancianos que solían reunirse en el soportal cercano a la plaza. Entre ellos destacaba la autoridad de Hisham, un hombre de amplia sabiduría y buen juicio.

Al llegar el muchacho, sintió el peso de muchas miradas sobre él. Los ancianos se interrumpieron y lo observaron con curiosidad, mientras Hisham se levantaba apoyándose en un bastón tallado.

—¿Qué te trae por aquí, muchacho? —preguntó el viejo con voz calmada, pero inquisitiva—. No recuerdo haberte visto antes entre nosotros.

Alhakén tragó saliva, inseguro.

—Vengo en busca de consejo, maestro Hisham —respondió, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. He guardado silencio durante mucho tiempo, temeroso de que mis palabras no fueran dignas de ser escuchadas. Pero ayer comprendí que si continúo callado, no podré avanzar en el camino del conocimiento.

Los ancianos murmuraron entre sí, pero Hisham alzó la mano para silenciarlos.

—Hablar no siempre es fácil, muchacho, pero es el primer paso para entenderte a ti mismo y al mundo que te rodea —dijo, invitándolo a sentarse. Luego añadió:— Si has venido a compartir tus pensamientos, este es un buen lugar para comenzar.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Alhakén se sentó junto a ellos y comenzó a exponer lo que había reflexionado la noche anterior. Aunque al principio su voz temblaba, poco a poco fue ganando en confianza. Al terminar, los ancianos permanecieron en silencio, hasta que uno de ellos rompió a aplaudir con entusiasmo, al que siguieron los demás.

—Has hablado con el corazón, y eso siempre encuentra oídos dispuestos a escuchar —le felicitó Hisham con una sonrisa aprobadora—. No temas nunca expresar lo que piensas.

Esa noche, Alhakén regresó a casa con una sensación nueva: había logrado superar el miedo que lo limitaba. Al día siguiente, al encontrarse con Farid y los demás discípulos, le relató lo sucedido.

—Por fin has encontrado tu voz —le dijo el maestro con un tono de orgullo—. Recuerda, Alhakén, que un verdadero filósofo no teme equivocarse, porque sabe que el error es parte del viaje.

El joven inclinó la cabeza, agradecido. Sabía que era el principio de su trayectoria como filósofo.