X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

El armario

Blanca Serrano, 17 años

                 Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Observo mi reflejo al otro lado de la sala. Detrás de ese cristal sé que hay gente observándome. Estoy solo, sentado ante una mesa vacía. Ya han terminado los interrogatorios. No tengo ninguna posibilidad. Saben que fui yo. Noto sus ojos clavados en mí, pero no me muevo. No me he movido desde que me trajeron. Estoy inmóvil, sin expresión en la cara, sin brillo en los ojos, intentando no pensar. Ya no me queda nada. Lo que hice fue un error, lo sé, pero en aquel momento me pareció inteligente, brillante. Un recuerdo me invade. Lo veo todo con claridad. Con demasiada claridad…

Llovía. La pala se clavaba en la tierra mojada del parque. El hoyo era cada vez más grande. Yo estaba empapado. Los guantes de jardinero me quedaban enormes y se me salían, pero no me importaba. Yo cavaba y cavaba. El agua me caía por las sienes. Y yo cavaba y cavaba… Todo estaba en penumbra. Con la tormenta se había ido la luz. No había nadie en la calle, excepto ella y yo. Seguí cavando. El viento movía los columpios. Era el mismo parque al que había ido tantas veces de niño.

Mi madre nunca me acompañó. Y mi padre… Mi padre se marchó de casa cuando apenas tenía seis años. Aun no se lo he perdonado.

Mi madre empezó a beber, y cuando estaba ebria golpeaba cosas, a sí misma y a mí. Arrasaba con todo entre gritos. Así perdimos el televisor y el armario de la entrada, entre otras cosas. Cuando se cansaba, se iba a su cuarto y se tiraba en la cama a llorar. Y allí se quedaba hasta el día siguiente. Yo salía de la esquina en la que me había acurrucado y arreglaba un poco el salón y la cocina.

Pasaron los años. Cuanto más mayor me hice, más fuerte me pegaba mi madre. Solía esconderme en el armario, con el fin de evitarla. Estar allí encerrado era vivir en un mundo aparte, pues lograba olvidar el horror que me esperaba fuera y el desorden que reinaba en mi caótica vida. Allí me pasaba el tiempo imaginándome una vida mejor, un lugar donde podía ser feliz, en donde me sentía querido.

Seguí cavando. Ya casi había acabado. Uno de los guantes se me cayó al suelo, dejando al descubierto la larga cicatriz que me recorre la mano izquierda. Me la hice cuando me golpeó una botella de vodka vacía que me lanzó mi madre. Ingenuamente, le había escondido el alcohol y las pastillas pensando así ella se mantendría sobria. Cuando llegó del trabajo, puso la casa patas arriba y, al no encontrar nada, comenzó a lanzarme todo lo que se puso a su alcance, también mi pequeña mascota, un conejo. Conseguí esa cicatriz y el animal un golpe en el cráneo tras el cual dejó de respirar. Cuando le vi en el suelo, inerte, empecé a llorar, acusándola de haberlo matado. Mi madre sonrío y me dijo que deseaba que en vez del conejo, hubiese sido yo.

A partir de ese momento comencé a odiarla. Día y noche. También empecé a robarle dinero y las pastillas. Le cambiaba el champú por detergente, y la gomina por pegamento. Ella estaba demasiado borracha para darse cuenta de nada. Aun así, no tengo excusa para lo que hice. Aun así…

El hoyo estaba acabado. Arrastré la bolsa dentro. Esta cayó con un golpe sordo. Me quede contemplándola unos instantes antes de empezar a cubrirla. Intentaba no pensar. Pero caí de rodillas. Llorando, murmuré:

-Lo siento, mamá. No quería hacerte daño. Perdóname.

Al volver del instituto la encontré inconsciente en el sofá. Era el día de la madre. Fui a su cuarto para dejarle mi regalo. Después volví al salón, llené un vaso de agua fría y se lo eché encima. Mi madre se levantó como una posesa, agitando un cuchillo que tenía en la mano. Me alcanzó en el hombro. La sangre empapó mi camiseta. Por unos instantes los dos nos quedamos quietos, mirándonos mientras nos gritábamos cosas horribles. Luego ella se fue a su cuarto y yo corrí hacia el mío. Abrí mi armario, que tantas veces me había mantenido a salvo, que tantas veces me había ayudado a escapar. Revolví en un cajón y saqué algo que me había costado conseguir. Fui al cuarto de mi madre notando el peso del objeto en mi mano. Ella estaba en el centro de la habitación, rodeada de papeles. Folios y mas folios con una única frase escrita: “Mamá, perdóname”. Todos llevaban mi firma.

-¿Perdonarte! -me chilló-. ¿Por qué iba a perdonarte?

-Por esto-susurre, alzando la mano.

Ella corrió hacia mí con el cuchillo en alto y yo, sin pensarlo dos veces, apreté el gatillo.

Escondí su cadáver en mi armario, en donde permaneció las siguientes cuatro horas, hasta que se hizo de noche, cuando que lo saque para meterlo dentro de una bolsa. Cogí una pala, unos guantes de jardinero y fui al parque, donde tras dos horas de duro trabajo bajo la lluvia logré cavar su tumba. Hubo un momento en el que me detuve a descansar y me quedé mirando la bolsa.

-Siempre quisiste que limpiase mi armario, ¿no? -me reí-. Pues hoy lo estoy haciendo.

Eché la bolsa en el hoyo y empecé a cubrirla con tierra. Cuando acabé, volví a casa y me senté en el sofá, quieto, esperándoles. No tardaron mucho. El vecino había oído el disparo. Cuando llegaron, me esposaron y me llevaron a comisaría, donde me interrogaron. Y aquí estoy, observando mi reflejo, inmóvil, sin expresión en el cara, sin brillo en los ojos, intentado no pensar.