XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

El baile 

Isabel Sepulcre, 16 años

Colegio Altozano (Alicante)

–¿Silvia? –dijo Marta extrañada y con voz somnolienta.

–Marta, ha habido un accidente.

–¿Qué ha pasado?

–Es Luis. Se lo han llevado.

–¿Cómo que se lo han llevado?

–¡En ambulancia! Estábamos bailando alrededor de la piscina cuando se ha caído, al resbalarse con el agua que había en el bordillo. Se ha dado en la cabeza –añadió Silvia, en un mar de lágrimas.

–Corre, espérame al final de la calle. Me visto y te recojo en cinco minutos.

Silvia bajó por la calle. Sentía frío y tenía los hombros calados a causa de las puntas de su melena ondulada y corta. Los dedos de sus pies se le iban agarrotando por el roce con la punta de los zapatos de tacón. La mirada de Luis se había quedado impresa en su retina. Él era la persona más importante que tenía, no podía pasarle nada malo. La canción que bailaban se repetía en bucle en su cabeza. 

El rumor nocturno de la ciudad parecía silenciado, como si sus los oídos de Silvia estuvieran taponados y la vida pasara frente a ella con indiferencia. De pronto una luz cegó sus ojos calle abajo. Eran los faros del coche de Marta, que empezó a llamar su hermana a través de la ventanilla abierta, acompañando su voz con los insistentes movimientos de su mano izquierda sin levantar la derecha del volante.

Una vez Silvia se puso el cinturón de seguridad, Marta tomó la única salida en aquella oscura e interminable vía. 

Sin apenas darse cuenta llegaron al garaje de su casa. Marta la abrazó antes de bajar del coche, diciéndole al oído: 

–Verás cómo no va a pasarle nada. Lo de esta noche se quedará en un mal recuerdo que contaréis dentro de unos años.  

Silvia, aferrada a Marta, sentía clavada en la suya la mirada de Luis, sus ojos grandes y pardos. Y con la mirada, aquella canción. Bailaban al compás, al borde de la piscina. Él la miraba y ella le miraba a él, como si en el mundo no existiera nadie más.

A medida que fueron pasando las semanas, a Silvia los días se le antojaban cada vez más oscuros. No dejó de acudir a la biblioteca para estudiar, pero no le quedaba otro remedio que hacerlo sola. 

Un lunes, abandonó la sala de estudio para cenar en su casa. Pensó que le faltaba ilusión, que se había apagado el fulgor de un futuro prometedor. Pero cuando sacó las llaves del bolsillo y abrió la puerta, descubrió que Luis estaba sentado a la mesa, junto a toda su familia. 

Supo, en ese momento, que él sería su compañero para siempre.