II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El balcón del campanario

Lorena Rincón

                  Virgen de Atocha  

    Óscar vivía en un pueblo pequeño en medio de la meseta castellana. Su vida allí era muy tranquila, como la de cualquier párvulo de aldea ausente de los problemas urbanos o de cualquiera otro que surgiese a su alrededor. Sin embargo, a pesar de la vida tan monótona que llevaba, Óscar disfrutaba, ya que hacía todos los días lo que más le gustaba: paseaba a Reina, la perra de la familia, que era de color canela y con el morro oscuro, y que llenaba de barro a Óscar siempre que tenía oportunidad. También se dedicaba a recoger renacuajos, unos animales que le fascinaban; todavía no comprendía cómo podían salirles patas y desaparecerles las colas sin más.

    -Será un misterio que resolveré de mayor –le decía a su madre, quien harta de explicarle la conversión de renacuajo a rana asentía resignada a que nadie entendiese sus explicaciones.

    Óscar hacía otras muchas cosas cuando no estaba en la escuela. Sin embargo, había una que nunca había logrado llevar a cabo: le fascinaban los lugares elevados. Siempre que iba con su padre a la sierra, éste debía llevarle al mirador para que pudiese observar toda la vega del río que pasaba junto a su pueblo, escondido tras la falda curvada de la montaña. Al pisar el asfalto de la ciudad, el niño no pensaba nada más que en entrar en algún edificio alto y llegar al ático.

    Había ascendido a todas las posiciones elevadas más de un metro del suelo, excepto al campanario de la iglesia de su pueblo. Resulta que no se podía subir allí porque el balcón era muy antiguo, y la concejalía había prohibido acceder a dicho balcón por miedo a que cediese. A pesar de la insistencia del párroco, nunca se había arreglado.

    Un día de verano, en el que el sol era insoportable y nadie era capaz de permanecer en la calle, el ayuntamiento envió a unos obreros para que arreglasen el campanario. La poca lucidez del alcalde obligaba a los albañiles a trabajar a pleno sol, por lo que su rendimiento no era óptimo y tardaban más de lo debido.

    Óscar, impaciente por subir, trató de que alguno de los trabajadores le dejase pasar al andamio, para averiguar por fin cómo era el paisaje del pueblo desde el campanario. Ninguno quiso, y tuvo que interceder el párroco para que permitiesen al niño estar unos minutos allí arriba.

    El capataz le puso un casco en la cabeza, le mandó pasar a una cabina y entró también él para manejar un panel lleno de botones que controlaba la grúa. Al acabar el trayecto, Óscar se sentó en el andamio más elevado, desde donde descubrió un panorama nuevo. Desde allí conseguía ver la vega del río como en el mirador, con la diferencia de que estaba más cercana. Distinguió las distintas tonalidades de verde que ofrecían los juncos, incluso su vista alcanzaba a las familias de patos anidadas en las riveras. Encontró también la balsa donde él y sus amigos se bañaban esos días, y al lado, la pequeña charca en la que recogía los renacuajos.

    -Lo siento –se disculpó el capataz-, pero vas a tener que bajarte. Tenemos que seguir trabajando.

-¡Déjeme un poco más! –le rogó-. Prometo no molestar.

     -No, hijo. Es peligroso que te caigas mientras nosotros pasamos por aquí. Es mejor que te bajes.

Óscar, obediente bajó en la grúa hasta la plaza, donde le esperaba su madre.

    -¡He visto todo desde allí arriba! Me gustaría subir más veces.

    -Está bien – dijo su madre –, pero antes debes esperar a que arreglen el balcón.

    Óscar estaba de acuerdo: cuando el balcón estuviese arreglado podría subir siempre que quisiese si se lo permitía el párroco. Pero los obreros avanzaban muy despacio. El calor era asfixiante, así que se deshidrataban y debían resguardarse en la sombra y beber algo de agua.

    Pasaba el tiempo y Óscar se impacientaba. Iba todos los días para comprobar el avance de los obreros, y nunca veía que hubiesen adelantado mucho. Preguntaba al párroco para cuándo esperaba que estuviese arreglado, pero nunca lo sabía. Tanta era su impaciencia que un día informó a su madre de sus intenciones.

    -Mamá, esta noche voy a subir al campanario otra vez.

    Su madre se lo prohibió:

    -Ni se te ocurra. Podrías caerte. Te matarías desde un sitio tan alto.

     Óscar se enfurruñó:

     -No me caeré, llevaré una linterna e iré con mucho cuidado

     -Óscar, no puedes subir. Espera a que terminen la obra; ahora es peligroso.

     No le gustó a Óscar la actitud de su madre. Había esperado demasiado tiempo a que arreglasen el campanario. Esa misma noche subiría y nadie se iba a impedir.

     Cuando cayó el sol y sus padres salieron al quicio de la puerta para hablar con los vecinos, Óscar abandonó su casa por la puerta trasera. Avanzó la calle por donde sabía que no le verían y llegó sigiloso a la puerta de la iglesia. Era consciente de que no podría subir por el andamio, así que tuvo que hacerlo por las escaleras interiores. Eran empinadas y muchas de ellas estaban rotas; otras acumulaban moho y hacían que Óscar tuviese que ir agarrado a la baranda. Tras un penoso camino a lo largo de escalones ajados y resbaladizos, llegó al final del trayecto. Se encontró a la entrada de un pequeño recinto, ocupado casi en su totalidad por la campana. Bajo el instrumento había un agujero muy grande, por el que Óscar podría caer. La cuerda que la hacía sonar cruzaba el agujero y llegaba hasta el suelo. Era complicado reparar en ella, puesto que era muy estrecha en comparación con el agujero, y además todo estaba oscuro a excepción de la luz que salía de la linterna del muchacho. Tras la campana, se encontraba el balcón sostenido por el andamio.

    La luz de la luna pasaba por el hueco que conformaba la baranda, ahora retirada para llevar a cabo las obras, y las farolas del pueblo brillaban al otro lado, acompañadas por las voces de los vecinos. Óscar pasó junto al agujero de la campana sin despegarse de la pared, manteniendo la estabilidad que su pequeño cuerpo le daba para no tropezar. Cuando consiguió alcanzar el balcón, iluminó con la linterna el suelo y tuvo cuidado de sentarse sobre algo sólido que aguantase su peso a tanta altura.

    Al fin logró encontrar una buena posición para vislumbrar los alrededores y apagó la linterna. Allí estaban los chopos guardando al río. Ya no veía los juncos, pero sí la silueta de los árboles y de las casas. El río mostraba su negra lengua. Óscar escuchaba las voces de sus vecinos, allá lejos charlando de sus temas junto al bar. De repente se alzó entre todas las voces una, que gritaba desesperada en medio de la noche. Óscar notó que esa voz era la de su madre, que vociferaba su nombre por todo el pueblo. En un momento la encontró bajo el balcón de la iglesia, a sus pies, instándole a que bajase de allí:

    -¡Te dije que subiría!

    -¡Baja de ahí! ¡Te vas a caer!

    -¡Déjame un poco más!

    -¡Si no bajas tendré que ir yo a buscarte!

    -¡Haz lo que quieras!

    La madre de Óscar se dispuso a subir al andamio a oscuras, pero el párroco le advirtió que ella no podía acceder al balcón de esa forma. Debía esperar a que llamasen a un obrero, para que la ayudase con la grúa. Pero ella no quiso.

    -Si yo no soy capaz de ayudar a mi propio hijo, ¿quién va a hacerlo?

    El párroco comprendió que ella no cedería, y por eso le aconsejó que, para subir era mejor que lo hiciese por las mismas escaleras por las que ascendió Óscar. Ahora la madre tuvo que cruzar esos escalones defectuosos, y así llegó al lado de su hijo, después de atravesar el angosto pasillo junto al agujero de la campana.

    -Ven, mamá. ¡Siéntate conmigo!

    -¡Es peligroso! ¡Ven aquí!

    -Por favor, sólo unos minutos.

    Hizo caso a su hijo por no sufrir un mal mayor. Se sentó junto a él y le rodeó con sus brazos para que no cayese al vacío. Entonces ella pudo comprobar por qué le gustaba tanto ese campanario: aún de noche, el paisaje era precioso. Observó la ribera del río que escoltaba los campos cercanos al pueblo, y comprobó un mar calmado de tejados bajo sus pies. Allí no hacía calor, puesto que corría una brisa liviana y fresca que aliviaba su rostro. Pasado un rato, Óscar le dijo:

-Ya podemos bajar.

    Ella miraba una y otra vez el panorama. Pensó que no tendría muchas oportunidades de estar allí por la noche. El río seguiría en su lugar, las casas no cambiarían, las voces de sus vecinos volverían a sonar, pero no sabía si su hijo estaría con ella allí, sentado, si sería el mismo niño cuando volviesen a cruzar las escaleras imposibles y el agujero de la campana.

    -Quedémonos un rato más.

    Y abrazó a Óscar todavía más fuerte, para que no se constipase con el aire nocturno.