I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El Ballet

Isabel Grábalos, 15 años

               Colegio Miravalles, Pamplona  

     Suenan los primeros acordes al mismo tiempo que se levanta el telón. El escenario está a oscuras, como toda la platea. Aparece en el centro un círculo de luz. En su interior se encuentra una bailarina con vestido blanco. Da unos pasos y el foco la sigue. Como si se tratase de un ser etéreo, las puntas de sus zapatillas se posan con delicadeza en el suelo y, casi sin rozarlo, se vuelven a elevar, impulsadas por esas alas invisibles que debe llevar en los talones. Se dirige hacia la derecha con pasitos cortos y veloces, levísimos, como si se deslizase por una superficie de hielo. Los brazos, hermosas prolongaciones de su cuerpo, y sus finas manos dan vueltas, movidas por una suave brisa. Su rostro refleja abstracción. Da la impresión de que no puede hacer otra cosa. Ella ha estado desde siempre con su danza misteriosa, aunque nosotros hemos empezado a verla al comenzar la función. Pero al acabar continuará bailando, bailando eternamente.

     Llovía al salir del teatro. Carlota abrió un paraguas negro y se internó en el mar de luces que caracterizan la noche de la ciudad. Tenía la mirada perdida y trataba de recordar cada detalle, cada movimiento de la bailarina. Con la cabeza llevaba el compás de la música, que sólo sonaba en su mente.

     <<¡Qué bien bailaba! Quién pudiera moverse así... Si yo lo lograra, sería feliz. Ser bailarina debe ser maravilloso>>.

     Al mismo tiempo, salió también del teatro una segunda chica. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta. Sus ojos, tan negros como el cabello, eran enormes y acuosos. Miraban al mundo con indiferencia. También pensaba en el ballet:

     <<Tendu... arabesque... glissade... susú-plie-piruet… Hizo así…, claro. Qué buena idea, para mantener mejor el equilibrio>>.

     Carlota introdujo la llave en el portal de uno de los edificios más lujosos de la ciudad, subió en el ascensor forrado de espejos y caminó por el pasillo de su enorme piso. Después de una cena ligera y un té, se metió en una cama mullida y bien cubierta de mantas suaves como la seda, que le hicieron olvidar el frío de enero mientras se quedaba adormilada imaginándose sobre un escenario. Bailaba y volaba...

     La chica del pelo negro todavía tuvo que andar un rato más. Al fin y al cabo, las residencias baratas no suelen encontrarse en el mismo barrio del Teatro. Además, si vino a la capital para cumplir su sueño, no podía permitirse mucho más. Llamó a la aldaba para que le abriese la vieja que alquilaba las habitaciones.

     -¡Qué horas son éstas! ¡Me has levantado! La próxima vez te dejaré fuera.

     -Estaba en el teatro... Ya había avisado.

     -Claro, no tengo nada mejor que hacer que esperar levantada a las jovencitas que se van de juerga por las noches. ¿Me estás escuchando?

La chica subió las escaleras, sucias y desgastadas, para llegar a su habitación. Se puso encima el máximo posible de ropa y se arrebujó en la cama.

     A la mañana siguiente se levantó temprano y bajó al primer piso, donde la casera repartía un frugal desayuno. Se concentró en su plato mientras evitaba las miradas de odio de la propietaria del local. Luego cogió en su cuarto lo que necesitaba, antes de salir corriendo hacia la academia.

     Cuando llegó se vistió con todo lo que pudo: además de las medias, la malla y las zapatillas, un culotte, un body de lana, calentadores y una chaquetilla. Una vez en la sala, comenzó a estirarse mientras esperaba a la maestra.

     Carlota se despertó una hora más tarde y bebió un café con tranquilidad. Era sábado y no tenía que trabajar; podía tomarse todo el tiempo que quisiera. Su pensamiento voló de nuevo a la función de la noche. Cuando terminó de desayunar, se vistió y salió a la calle.

     - ¿Qué estará haciendo ahora la bailarina? Me figuro que bailar. ¡Qué va..., es sábado! Supongo que ella también tendrá vacaciones.

     -¡Vamos, gira! ¡Gira!

La chica todavía dio una vuelta más y se inclinó, tratando de mantener la postura.

     -No está mal, pero cuidado con la cabeza. Ya no debería ni decírtelo.

     La bailarina asintió en silencio y volvió a empezar.

     -Por favor, ¡qué cosa más ideal!

     Carlota se paró delante de un escaparate y observó una bailarina de porcelana. Entró y habló con el dependiente.

     -Aquí la tiene –dijo finalmente el comerciante–. Supongo que será de su agrado. ¿Sabe?, el traje que lleva...

     -Ya lo sé –le cortó Carlota, orgullosa de su amplio saber sobre el tema–. Es el de “Odette”, en “El Lago de los Cisnes”.

     Era la obra que había visto el día anterior.

     La joven, que se encontraba en el centro de la sala, se deslizaba a derecha e izquierda sobre las puntas de los pies. En su mente rememoraba la bailarina del día anterior y procuraba imitarla.

A la hora de comer, a Carlota no le apetecía ir a su casa. Se acercó a un restaurante con su bailarina de porcelana.

     En la academia, en cambio, había que aprovechar la hora de descanso. La chica de los ojos acuosos tomó despacio una manzana. No podía estar muy pesada por la tarde, ni mucho menos perder la línea. Además, las manzanas eran baratas.

Satisfecha, Carlota siguió paseando y viendo escaparates con su figurilla en una bolsa. Arrancó un cartel de ballet de una pared y decidió que lo colgaría de su cuarto.

     -¡Qué suerte la de las bailarinas! Sólo tienen que bailar una o dos veces por semana y, con eso, se ganan la vida. Claro que han de ensayar todos los días, pero seguro que es mucho menos tedioso y más interesante que estar atada a una empresa de lunes a viernes... Qué pena que no sea más joven. No es que sea mayor, pero las futuras promesas empiezan a formarse desde muy niñas. ¡Por qué no se le ocurrió a mi madre!

     La jornada había acabado. La bailarina de los ojos negros se dejó caer sobre una silla con un suspiro y se quitó las puntas, muy lentamente. Su rostro apenas reprimió una mueca de dolor al mirar sus medias, rojas de la sangre de sus dedos. Era tarde, así que se cambió a toda prisa, se puso unos esparadrapos y salió a la calle. Ya tendría tiempo de curarse en la pensión. Si volvía a retrasarse, seguro que la vieja la ponía en la calle.

     Oscurecía. Carlota se dirigió hacia su casa después de un día de ocio y tiendas. Por el camino, se cruzó con una muchacha que le llamó la atención, aunque no sabía muy bien por qué, tal vez por sus grandes ojos negros. Era menuda y delgada, y llevaba el pelo, tan oscuro como sus ojos, recogido en una coleta alta. Vestía humildemente y cargaba con una bolsa bastante grande. Cojeaba.

     Carlota se detuvo para mantener su lánguida sobre Carlota durante unos segundos. Inmediatamente, volvió a caminar y apretó el paso, sorprendida de su melancolía vespertina. Todavía le dedicó a la joven unos instantes en su pensamiento.

     <<¡Pobre chica! Es evidente que se gana la vida a duras penas... –el ballet todavía estaba en sus pensamientos –. Esta pobre gente no podría disfrutar del arte como yo, no están preparados. Apuesto a que no sería capaz de distinguir “Coppelia” de “El Lago de los Cisnes”>>.

Cuando acabó de pensarlo, ya la había olvidado.

     Una hora más tarde estaba metida en la cama, con la bailarina en la mesilla y soñando plácidamente. El día la había dejado agotada. No pensaba en el ballet; era demasiado esfuerzo mental para esas horas.

     En otra punta de la ciudad, la joven bailarina del pelo negro también estaba en la cama. Apretaba contra su pecho las zapatillas, con un par de circulitos oscuros que habían dejado sobre ellas sus lágrimas. Pero en ellas estaba su sueño. Y sonreía.