XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

El barrendero

Jimena Calvet, 17 años

Colegio La Vall (Barcelona) 

Bajaba la calle Marqués de Larios a paso tardo. A su alrededor varias personas movían la cabeza al son de la música. Ni los intentos de los turistas de hablar en español le arrancaban una sonrisa; ser basurero es difícil, y aún más en los días festivos. Por eso envidiaba a los músicos, que ofrecían el servicio a la gente y a cambio recibían elogios. No como Agustín, que vivía como invisible, sin contar con una sola mirada agradecida por el trabajo que hacía.

Eran incontables las veces que había deseado que su escoba y recogedor se transformaran en una batuta y una partitura. La música clásica le acompañaba desde pequeño. Incluso había llegado a componer. Al principio fue la suma de unas pocas notas, pero más tarde se acabaron convirtiendo en complejas melodías. Alguien en el conservatorio apreció su talento, ofreciéndole una beca en la escuela de música de San Sebastián. Pero llegó la guerra, y su futuro se hizo añicos. Tuvo que mudarse al sur en compañía de su padre, que falleció de una pulmonía. A falta de recursos y estudios, Agustín comenzó a trabajar como basurero.

Agustín descubrió la singularidad de su oficio, pues no solo recogía la basura de las personas, sino también los sueños que estas desechaban: desde asistir a una representación teatral en La Scala, hasta la cura de una madre enferma. Todos los sueños tenían en común que habían sido abandonados por sus dueños. Agustín, en vez de enviarlos al estercolero, comenzó a reunirlos con el propósito de devolverlos, algún día, a sus propietarios.

No fue tarea fácil, ya que casi todos los que en su momento fueron soñadores, se convirtieron en personas frías y calculadoras, que por nunca conformarse con lo que tenían y desear más y más, lo perdieron todo.

Agustín no sabía qué hacer con todos aquellos sueños huérfanos. Le dolía que los hombres fueran aceptando un círculo vicioso de deseos insatisfechos. Entonces decidió adoptar aquellos sueños para enseñarles los valores de la vida, además de advertirles de los peligros de unirse a un ser humano.

Pasaron los años y aquella colección de sueños fue creciendo, hasta que el barrendero tuvo el presentimiento de que había llegado la ocasión de dejarlos ir. Fue duro desprenderse de ellos, pero, al fin y al cabo, no se trataba de sus propios sueños.

Algunos se quedaron en España, aunque la mayoría decidió probar suerte en las grandes ciudades europeas. Como a Agustín no le llegaban noticias de aquellos sueños, asumió que cada uno habría encontrado una persona a la que hacer soñar.

Pensaba todo esto mientras bajaba la calle, recogiendo basura. Se preguntaba la razón de su triste actitud, ya que debía sentirse orgulloso de aquellos sueños. La respuesta no tardó en llegar: Agustín había pasado media vida preocupándose por las aspiraciones de la gente, excepto por las suyas. Su sueño de ser músico no se había cumplido. Resignado, y con una triste sonrisa, se dispuso a seguir barriendo.