I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El camino

Irene Valenzuela, 16 años

                   Colegio San Agustín (Madrid)  

     Miré a mi alrededor mientras abría los ojos. Me encontraba en una explanada de hierba fresca con algunas flores coquetas y árboles dispersos. A lo lejos podía ver unas montañas que intimidaban a todo aquel que se atreviese a mirarlas. Todos los elementos encajaban a la perfección como en cuadro. Todos salvo uno, un caminito estrecho que atravesaba la pradera y se dirigía a las montañas.

No tenía ni idea de por qué me encontraba en ese lugar ni de dónde venía, sólo sabía que tenía que tomar la decisión de qué hacer a continuación, y como la idea de quedarme parado en el sitio no me atraía en absoluto decidí seguir el camino, preguntándome adónde me conduciría.

La hierba estaba aún mojada por el rocío, pues acababa de amanecer, y los rayos de sol iban cobrando tímidamente fuerza a medida que avanzaba. El paisaje era monótono pero los detalles, como una abeja posada sobre una flor, una hoja caída con forma de estrella, le daban alegría y color.

Un rato después tuve mi primer encuentro con una persona. Iba tan enfrascado en mis pensamientos que no la vi hasta que la tuve casi delante. Se trataba de una anciana sentada en una mecedora en medio del camino. A sus pies se hallaba una jaula que encerraba en su interior a un pajarillo desesperado que se lanzaba contra los barrotes en un vano intento de escapar.

-Buenos días –la saludé.

-Supongo que todos los día son iguales, ni buenos ni malos.

No supe qué contestarla así que centré mi atención en el pájaro. Daba verdadera lástima verle tan desesperado.

-¿Qué le pasa? – pregunté intrigado.

-Quiere volar. Ansía la libertad – me respondió sencillamente.

-¿Y por qué no le deja escapar?

-Inténtalo – me invitó ella dulcemente.

Intrigado abrí la puerta de la jaula; pero el pájaro, en vez de salir volando, dejó de moverse inmediatamente y se quedó quieto en el columpio.

-¿Por qué no se va?

-Tiene miedo.

-¿De qué?

-De la libertad.

-Pero, ¿no es eso lo que desea?

-Sí.

-¿Entonces?

-Pasa los días deseando ser libre, pero cuando le llega la oportunidad se asusta y decide quedarse en su jaula.

-No entiendo nada.

-Verás, a veces nos da miedo el cambio, aunque sea eso precisamente lo que deseamos. Yo, por ejemplo, llevo toda mi vida sentada en esta mecedora contemplando cómo la gente recorre el camino sin atreverme a recorrerlo yo misma por miedo a lo que pueda pasar.

Y dicho esto, dando por terminada la conversión y sin darme tiempo para responder, cerró la puerta de la jaula y siguió meciéndose, acompañada del canto desesperado del pájaro.

Extrañado y sin entender nada seguí mi camino.

Después de un rato, los árboles empezaron a aparecer con más frecuencia y, poco a poco, el camino se fue introduciendo en un bosque. Tenía mucha sed, así que me acerqué a un pequeño lago que había entre matorrales. Después de beber contemplé mi reflejo en el agua.

Un chico de quince años me devolvía la mirada. Al ver su pelo moreno y sus ojos verdes asentí en señal de aprobación, pero unas ondas borraron la imagen y la cambiaron por el reflejo del mismo chico pero con una expresión presumida y arrogante. Al verme tan egocéntrico deseé que esa expresión cambiase y como si el lago me hubiese oído, el reflejo volvió a transformarse, dejando en su lugar al mismo chico pero con un aspecto más humilde. Parecía la típica persona que va todas las semanas a ayudar a una residencia de ancianos. Negué con la cabeza ante esta nueva visión y la imagen volvió a cambiar, siendo sustituida por la que había visto al principio al beber, con una expresión de asombro por todo lo que veían mis ojos. Aturdido me fijé en el árbol de enfrente, donde estaba grabada la siguiente frase: <<Yo soy lo que quiero ser>>.

-Yo soy lo que quiero ser…, y no lo que quieran los demás -completé para mí.

Y dicho esto seguí mi camino, dejando atrás el lago que mostraba el reflejo que tú quisieras ver..., y ser.

Pasado el mediodía me encontré con una pareja de enamorados haciendo picnic al borde del camino.

-Hola –les saludé, pues llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie.

-Hola –dieron al unísono.

-Tenemos transmisión de pensamiento –comentó la chica riendo y besando a su pareja.

-Bueno, lo cierto es que adivina lo que voy a decir antes de que lo diga – aclaró el chico.

-Eso no es verdad. Tú eres el que me ha cortado al hablar.

-¿Pero, qué dices? Yo iba a hablar primero.

-Eres un mentiroso.

-Y tú estás tonta.

-Te odio.

-Y yo.

Y acto seguido, cada uno se fue a una esquina del mantel, enfadados.

-Eh…, creo que me voy a ir –conseguí decir después de reponerme de aquel repentino cambio de actitud.

-¡Pero, mírale! Es un niño pequeño.

-Y tú eres igual que yo.

-Tienes razón… Somos igual de tontos.

-Pero tú eres mucho más guapa.

-Y tú, un encanto de chico.

-Te quiero.

-Y yo.

Y tan rápido como se habían separado volvieron a juntarse.

Intentando no llamar su atención, me alejé de ellos siguiendo mi camino. Las últimas palabras que oí antes de perderles de vista fueron: “Me estás quitando el sol. Tú siempre estás molestando. Te odio. Y no te quiero volver a ver”. Definitivamente, sólo dos locos podían desaprovechar hasta tal punto el tiempo que pasaban juntos.

El camino dejó el bosque y me encontré a los pies de una de las altas montañas, antes tan lejanas. El camino ascendía por ella y, aunque cada vez era más tortuoso y más difícil, la curiosidad de saber que habría al final me animaba a seguir. Siempre necesitamos de una ilusión que nos empuje a saltar rocas y a bordear los árboles caídos.

Cuando ya quedaba poco para llegar a la cima, un acantilado me cortó el camino. Ya pensé que no había solución cuando descubrí un puente que unía los dos extremos. Corrí hacia él, pero en cuanto fui a cruzarlo alguien me detuvo.

-Para pasar tienes que pagar el impuesto.

Un guardia me impedía el paso. Llevaba un traje verde, un casco y unas gafas de sol, a pesar de que estaba a punto de anochecer.

-Pero…, tengo que pasar –le supliqué.

-Eso dijeron los otros –y me indicó que me girase.

A mi espalda había una multitud de personas que debía haber pasado por alto en mi carrera hasta allí. Todas llevaban trajes de gala con joyas y accesorios especialmente caros, pero sus rostros eran los más serios y tristes que jamás había visto. Supuse que estaban así por no poder cruzar el puente y el alma se me cayó a los pies al darme cuenta de que si esas personas no habían podido pagar el impuesto, yo, que no llevaba nada encima, tampoco podría hacerlo. Entonces me giré de nuevo hacia el guardia.

-¿Y cuál es ese impuesto? –le pregunté, temiéndome lo peor.

Llegado ese momento la expresión de éste cambió y respondió:

-Una sonrisa.

-¿Cómo? ¿Que sólo tengo que sonreír?

-¿Te parece poco? Lo único que nos pide la vida de vez en cuando es una sonrisa para ser felices. El dinero no sirve de nada salvo para quienes lo necesitan para conseguir, a partir de él, una sonrisa, y a pesar de eso ésta no será una sonrisa sincera, pues nace de un interés previo. Fíjate en esas personas, tienen de todo pero no son capaces de sonreír. Y ésa es la mayor miseria de todas.

Miré de nuevo hacia atrás y me di cuenta de que la seriedad de sus rostros no era provocada por el puente, sino que se habían acostumbrado tanto a ella que no sabían cambiarla. Entonces decidí que yo no quería caer en esa miseria y, feliz porque por fin iba a continuar mi camino, me giré hacia el guardia y le pedí sonriendo:

-¿Me dejas pasar?

-Por supuesto, buena suerte en tu camino –me deseó a su vez.

-Sólo una cosa más –le dije antes de irme -¿por qué llevas puestas unas gafas de sol?

-Para que no me afecte la compasión por esas personas que no pueden pasar.

Y seguí mi camino. El final se hallaba cerca.

Los últimos metros hacia la cima fueron más sencillos. En el momento en el que salía la primera estrella, puse mi pie sobre ella. Desde allí podía contemplar la pradera donde había visto a la anciana con el pájaro, el bosque donde había contemplado mi reflejo y hablado con los enamorados y el ascenso a la cima en el que me había encontrado con el puente; y al otro lado de la montaña seguía el camino.

Me dejé caer al suelo de cansancio al ver que no había llegado al final, sino que el camino bajaba por el otro lado de la montaña y se perdía en el horizonte.

En ese momento, una melodía infantil llegó a mis oídos y una niña pequeña salió de entre los arbustos saltando a la comba. No debía de tener más de ocho años y su figurita parecía la de una muñeca.

-¡Hola! –me saludó sonriente -. ¿Qué te pasa?

-No lo entenderías.

-Prueba a ver.

Suspiré mientras pensaba qué contestarle.

-Verás, pensé que ya había llegado al final del camino y que descubriría lo que hay en la cima, pero resulta que sigue por el otro lado de la montaña y ni siquiera sé adónde me lleva ni cuándo acabará.

-¿Y por qué tienes tanta prisa en saberlo?

-Pues…, porque tengo curiosidad – me sorprendió su pregunta, era algo muy obvio.

-Pero si te pasas la vida esperando lo que vendrá después, no tendrás tiempo para vivir el presente.

La miré extrañado.

-No sé si lo sabrás –continuó–, pero éste es el Camino de la Vida. A cada paso que damos nos va enseñando algo nuevo; cada momento, cada lugar, es especial y único y por eso debemos aprovecharlo al máximo. El pasado son los recuerdos de lo que vivimos, el presente lo que estamos viviendo y el futuro lo que decidiremos vivir. ¿De veras quieres llegar al final del camino?

Me di unos segundos antes de responder por miedo a equivocarme.

-La verdad es que no.

-¿Entonces? No te angusties por lo que te pueda pasar después, pues todavía no ha llegado, ni por lo que hiciste antes, pues ya pasó. Tampoco pienses en el final, cuando llegue lo sabrás y lo descubrirás. Sólo vive cada paso que des, pues cada uno de ellos es un tesoro que debes cuidar como al que más.

Asentí con la cabeza, mostrando que lo había entendido.

-Y ahora vete. Tu vida te espera.

-Adiós y gracias… -me sorprendió que una niña tan pequeña supiera más cosas sobre la vida que yo.

-No digas adiós; di hasta pronto – y siguió saltando a la comba.

-Hasta pronto –me despedí.

Miré hacia adelante, contemplé el paisaje que se abría ante mis ojos y empecé a bajar la montaña por el otro lado, dispuesto a vivir lo que el camino, o mejor dicho la vida, me pusiese por delante.