II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El canon de Pachellbel

Blanca Gaig, 15 años

                  Colegio Canigó, Barcelona   

      Diego estaba aterrado, tanto que ya casi no podía respirar. Tenía examen de piano en el conservatorio, pero los libros que contenían las partituras que debía interpretar acumulaban polvo en el cajón de su mesa desde hacía tanto tiempo que había perdido la cuenta. Su madre llevaba meses advirtiéndole de lo que le podría ocurrir si no aprobaba; y no era nada bueno: se vería abocado a abandonar la carrera.

    Llegó su turno. Tenía que entrar en esa enorme habitación repleta de cuadros de Bach, Beethoven, Chopin, Mozart y Vivaldi. Desde las paredes, los genios de la música observaban con cierta ironía al muchacho. Las filas de sillas estaban vacías, pues no había otro público que los cinco miembros del jurado, atentos a todo, desde el movimiento de los alumnos frente al instrumentos a su postura en la banqueta y la colocación de sus dedos sobre el teclado.

    Armado de valor e intentando disimular el nerviosismo que lo invadía, Diego se adentró en el cuarto. Nada más entrar, notó un escalofrío que le recorría el cuerpo. Esta vez no eran nervios, sino puro asombro y vergüenza: a uno de los pianos estaba sentada una chica. Él la reconoció; era Rosalía, más conocida como Lía.

    Nada más verla, al chico se le sonrojaron las mejillas y las manos le empezaron a sudar. Ella le devolvió la mirada, cálida y amigable, que transmitía paz. Le sonrió y él se tranquilizó. Sin motivo aparente, esos ojos negros lo habían calmado.

    La voz de alarma de madame Luise, directora de la academia y jueza suprema del tribunal, le hizo salir de su ensueño y volver a la realidad. Los profesores dieron las indicaciones pertinentes a los alumnos: tenían que tocar dos piezas cada uno, las correspondientes a su nivel, y una conjunta, a dúo.

    La letra inicial de su apellido, Soto, dio a la chica una leve ventaja en el orden de inicio. Cuanto más tarde, mejor. Empezó ella. Esas notas, compases y ritmos hacían que los peores momentos se convirtiesen en los mejores, la angustia en placer, que la ansiedad pasara a calma y la tristeza, a la alegría. Era música, simplemente eso, pero salida del corazón, de lo más profundo de su ser.

    El muchacho quedó tan emocionado e inspirado que no sabía cómo reaccionar. De nuevo volvió a la realidad a causa de la voz severa de madame: era su turno. Se sentía tan estimulado, tan bien, tan..., que perdió todos sus miedos. Más que perderlos, los superó por una melodía. Y tocó como nunca. Tocó como nadie.