XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El cine 

Santiago Montero, 14 años

Colegio El Prado (Madrid)

En quince minutos Beltrán tenía una entrevista de trabajo, pero llevaba la corbata sin anudar, el pelo desaliñado y los zapatos del revés mientras corría hacia la parada, rogando al Cielo que el autobús no hubiese llegado todavía. Pero la suerte no estaba de su parte: con las prisas no se había acordado de coger la cartera. 

Quedaban alrededor de diez minutos para su cita y todas sus esperanzas estaban perdidas, así que decidió volver a casa, tomar el cartapacio y echar a andar tranquilamente, convencido de que estarían entrevistando a otro candidato. De camino, se cruzó con la agradable vecina del piso de abajo, que debía de andar por los sesenta años. Tenía el pelo canoso y unas gafas redondas que engrandecían sus ojos. Al ver a Beltrán tan arreglado, se interesó acerca de su destino. Este le resumió lo que le había ocurrido y ella, para consolarle, le regaló un paquete de galletas de canela.

Mientras se comía las galletas, sentado en un banco del parque, Beltrán se puso a pensar en otros posibles empleos que estuvieran a su alcance. De pronto una piña le golpeó la cabeza y se puso en pie, sobresaltado, empujando por accidente su maletín de cuero, que se abrió, dejando por el suelo todo lo que llevaba dentro. Destacaba un taco de folios que se habían esparcido por la arena. 

Resultó ser el guión para una película que escribió hacía no más de un año, titulada “Billete de ida”. Lo compuso a modo de pasatiempo, y terminó guardándolo en el maletín sin prestarle importancia. Hablaba sobre unos amigos que se quedaban solos en una isla perdida en medio del océano, a causa de un accidente en avión. Como a aquellas horas ya no tenía nada que hacer, decidió volverla a leer. El argumento le hizo recordar a un amigo austriaco al que conocio en la universidad. Se llamaba Dominik, y por aquel entonces soñaba convertirse en director de cine. 

«¡Qué de tiempo llevo sin hablar con él!», pensó. 

Sabía que Dominik seguía en España, así que Beltrán aprovechó la ocasión para telefonearle. Quería enseñarle aquel libreto.

Se reunieron a la mañana siguiente en el bar que frecuentaban cuando estaban en la escuela de Artes Cinematográficas.

Una vez que se pusieron al día, le mostró el guión. El austriaco lo examinó con detenimiento, y se mantuvo en silencio, con la vista clavada en la obra durante un largo rato. Pasados unos minutos dejó el escrito sobre la mesa, esbozó una sonrisa y dijo:

––Es una obra maestra.

Beltrán casi se cayó de la silla. 

***

Meses después, Beltrán contestó al teléfono móvil:

–¿Digamé?

–El rodaje ha sido un éxito –era Dominik–. Tenemos unos cuantos productores que quieren hablar contigo.

En ese instante entendió que por fin había encontrado trabajo. Y era el trabajo que más le gustaba.