VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

El club de los vividores
del metro

Alejandra Fernández Carriedo, 17 años

                 Colegio Besana (Madrid)  

Pungio Pérez cogía siempre el metro, en la estación de Manoteras. La mayoría de las veces no tenia destino o, mejor dicho, el destino final era también el principio, la estación de Manoteras. Para Pungio Pérez el metro no era un medio de transporte, era el lugar dónde soñar, de vivir y de reencarnarse en los personajes que, de alguna manera, vivían entre vagón y vagón y entre estación y estación.

***

Pungio Pérez era bajito, regordete, barbilampiño y con poco pelo en la cabeza. De mediana edad, sin embargo, parecía más viejo por estar descuidado y poco aseado. Era padre de familia. Tenía dos hijas. La mayor era Paula, morena, algo regordeta y un poco antisociable: se parecía a él; la otra se parecía más a su madre, se llamaba Andrea, era más delgada, alta y con mucho éxito con los chicos. Se llevaban cinco años entre ellas y, aunque fueran tan distintas entre sí, se ayudaban mucho, pero eso no quiere decir que no dieran guerra. Su mujer se llamaba Matilde Madrid, en su juventud hermosa, tanto que Pungio Pérez no sabía cómo aquella preciosidad se podía haber casado con él, pero con los años fue cambiando y ahora era marimandona, nerviosa y perfeccionista.

Pungio Pérez no podía aguantar más en su casa: si movía un dedo, porque lo movía y si no lo movía, porque no lo movía: todo eran replicas, quejas y enfados de alguna de las mujeres de su familia.

Cuando las niñas eran pequeñas le alegraban al llegar a casa. Después esa ilusión se convirtió en otro problema más: se cambió el beso que le daban al verle por un simple “hola” o “que tarde vienes hoy”.

Pungio Pérez tenía un trabajo aburrido, deprimente, aislado en un despacho. Mirara donde mirase, estaba rodeado de un montón de papeles amontonados. Algunos montones casi llegaban al techo. Su trabajo lo veía insignificante: revisar tanto papel para que luego tres compañeros los volvieran a revisar en un despacho más agradable que el suyo, porque el suyo era pequeño, poco acogedor, con poca luz natural, una diminuta mesa, un estante para poner los papeles revisados y una lámpara de pobre luz.

Al aprobar la oposición, unos veintialgo años atrás, le seleccionaron como funcionario del Ayuntamiento. Su trabajo consistía en coger llamadas, atenderlas y, si era necesario, pasárselas a un superior. Pero poco a poco se hartó de escuchar la vida de gente que no conocía y que no le importaban, con problemas que él no podía solucionar. Pidió un cambio al superior más inmediato. Tras ocho años atendiendo el teléfono y a los tres meses de pedir el traslado, le metieron en aquel despacho. Durante los cuatro primeros años no tuvo mucho trabajo, pero a partir de entonces se convirtió en un no parar de revisar papeles y papeles.

Pungio Pérez no era muy expresivo ni hablador, así que desde que pasó al despacho y los papeles, cayó en una depresión aunque nunca perdió la esperanza de llegar a su casa y disfrutar de una tarde tranquila, sin gritos ni broncas. Pero esa tarde nunca llegaba…

Una noche, cuando su mujer y sus hijas dormían, se quedó cabeceando en el sofá. De pronto se despertó sobresaltado, abrió los ojos y vio en la televisión una propaganda de un nuevo libro que al día siguiente se ponía a la venta. A Pungio Pérez nunca le había llamado la atención los libros, pero pensó que aquel sábado por la mañana podría ir a ver de qué se trataba, ya que lo ponían muy bien en la tele. A la mañana siguiente se levanto pronto y dejo una nota a Matilde Madrid, diciéndole que se iba. Cogió el metro en Manoteras hasta Avenida de América y allí la línea seis hasta Conde de Casal, donde el autor del libro firmaba su novela. No sólo se compró esa pequeña joya, sino que eligió tres más y se las llevo. A la vuelta hizo el mismo recorrido pero a la inversa. Como el trayecto era bastante largo, empezó a leer el libro firmado. Al llegar a Avenida de América, el vagón se detuvo, pero Pungio Pérez iba tan concentrado que no se dio cuenta. Dio dos vueltas a la línea seis, aunque le pareció que sólo había recorrido un par de estaciones. Se había leído el libro entero.

No se lo podía creer; había descubierto un mundo y lo había tenido tan cerca que le daba rabia no haberlo disfrutado antes. Sentía las historias como si le sucedieran a él.

Estaba llegando a su parada y pensó que tenía que contar lo sucedido a sus hijas y a su mujer. La megafonía anunció: “Próxima estación: Manoteras”. Se abrió la puerta, bajo del vagón, fue andando por el andén hasta que llegó a las escaleras mecánicas, subió dos tramos y salio a la calle. Su casa estaba a unos quinientos metros. Caminaba deprisa, abrió el portal y no pudo esperar al ascensor. Subió las escaleras de dos en dos, abrió la puerta y... se encontró con Matilde Madrid con los brazos cruzados, malhumorada. ¡Parecía que echaba humo por las orejas! Le reprendió por llegar tarde y por comprar libros, que “no valen para nada”, en vez de traerle algo a ella. Pungio Pérez prefirió no escucharla.

A partir de entonces, Pungio Pérez sólo disfrutaba la vida en los largos trayectos del metro. Salía de casa más temprano de lo necesario y regresaba mucho más tarde de lo habitual. En uno de sus largos trayectos. se fijó en que algunas personas iban leyendo con la misma pasión que él. Una pasajera se estaba terminando la misma novela que a él le había abierto los ojos. Se sentó junto a ella.

-Perdone -habló la mujer-. El libro que lleva... ¿Se lo ha recomendado el club de los vividores del metro?

-¿Los vividores del metro?... No sé lo que es eso –reconoció Pungio Pérez algo desconcertado.

-Somos un grupo de personas que nos intercambiamos libros en el metro. No nos conocemos de nada, ni tenemos intención de conocernos porque nuestras vidas son tristes y no deseamos compartirlas.

-Pues siento decirle que no pertenezco a ese club. Pero, ¿me podría contar algo más?

-¡Faltaría más! En las papeleras que hay al final de las escaleras mecánicas, a la izquierda, dejamos en una bolsa un libro. Sobre la tapa siempre encontramos un potsit en el que el lector anterior ha dejado su recomendación. Si usted quisiera participar, sólo tiene qué depositar una novela en la papelera.

-¡Me gusta mucho la idea! -Pungio Pérez estaba entusiasmado.

-Pues anímese a formar parte del club. Gracias a él desconectamos de lo que tiene de triste nuestra vida. Yo, por ejemplo, salgo de mi casa dos horas antes y recorro el metro leyendo. Cuando vuelvo de mi trabajo, también alargo mi recorrido.

-Le reconozco que yo también me pierdo en las líneas de metro con estos pequeños tesoros –levantó la novela y sonrió.

Pungio Pérez ya no usó más el metro como un medio de transporte sino que, a partir de entonces, lo convirtió en un lugar para reencarnarse en esos personajes que vivían infinitas peripecias entre estación y estación.