II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El Club del espejo

Meritxell Ramos, 14 años

                  Colegio SEK Catalunya (Barcelona)  

    Dedicado a todos los profesores del mundo, cuyo esfuerzo y generosidad, hacen posible que la humanidad tenga futuro.

    El mayor disgusto de mi vida me lo dieron en el colegio. Tenía catorce años y, hasta donde me alcanzaba la memoria, el Internado del Estado había sido mi único hogar. Si alguna vez tuve una familia, nunca la conocí. Una carta sin remite, me llegaba cada año felicitándome la Navidad. Y con ella, lo más importante: un billete de veinte euros. Ése era todo el dinero del que podía disponer, y siempre me apresuraba a comprar algún libro de matemáticas.

    El mundo de los números me había abducido de tal manera que aprendí a pensar y a comunicarme con ellos. Poco a poco, me fui convirtiendo en un niño muy reservado que se limitaba a escuchar y que prácticamente no hablaba con nadie. Creía que lo más importante de la vida era encontrar y demostrar la verdad de las cosas. Y descubrí que los números jamás mentían. Lo esperaba todo de ellos. Por eso, cuando mi viejo profesor de matemáticas me reprochó con ironía que mi examen era perfecto, permanecí de pie, mudo e incrédulo, frente al pupitre.

    - ¡La perfección no existe! -sentenció de nuevo-. Te lo voy a demostrar. Recoge tus lápices y sígueme…

    Hice lo que me dijo, aunque no entendía muy bien a que se debía su enfado. El padre Lorenzo, así era como se llamaba, me conocía mejor que nadie. Él fue quien me inculcó mi curiosidad por las matemáticas y sabía que yo era incapaz de copiar.

    Le seguí sin rechistar, cuando por un momento hice oídos sordos a lo que decía y me fijé en él: su cuerpo menudo quedaba oculto bajo una sotana que le cubría hasta los tobillos. Su andar renqueante, con la ayuda de un bastón, delataba la presencia de su peor enemigo: el reuma.

    Me llevó hasta la zona prohibida y subimos por una interminable escalera de madera. Nos detuvimos frente a una puerta, que tenía dibujado en la entrada la letra omega “Ω”. Y sorprendido, comprobé que era el mismo símbolo que mostraba la empuñadura de su bastón. Pero no me atreví a decir nada.

    Abrió la puerta y entramos en un salón cuyo techo estaba formado por una cúpula de cristal transparente. En el centro había una enorme mesa redonda rodeada de sillas y, colgados en la pared, tres objetos: un crucifijo, un reloj y un gran espejo.

    El padre Lorenzo soltó unos folios sobre la mesa y me dijo:

    - Este será tu examen. Avísame cuando lo hayas terminado. No tengas prisa. Aquí el tiempo no importa.

    Apoyándose en el bastón se arrodilló frente al crucifijo, se santiguó e inmediatamente lo descolgó de la pared, llevándoselo con él.

     Cuando cerró la puerta me sentí aliviado. Sólo debía responder las preguntas de aquel examen y acabaría con aquella extraña situación. Sin embargo, mi confusión fue todavía mayor cuando comprobé que los folios de mi examen estaban en blanco. Intenté contener mi desesperación y no gritar… Aturdido, me preguntaba qué estaba haciendo allí y qué era lo que se esperaba de mí.

    No sé cuanto tiempo transcurrió; el reloj de la pared estaba parado, a pesar de que se oía funcionar su maquinaria. Alcé la mirada y a través de la cúpula, una luna en todo su esplendor iluminaba la estancia. De repente, me di cuenta de que me encontraba frente a las dos grandes incógnitas del Universo, y me apresuré a escribir en aquellos folios lo que sería el principio de una compleja ecuación: si el pasado, presente y futuro forman el infinito, debería existir un lugar donde coincidieran.

    Estaba absorto, intentado desarrollar aquella fórmula, cuando escuché una voz:

    - Esa fórmula está incompleta.

    Miré a mi alrededor, pero no había nadie.

    - La estás planteando mal -insistió otra vez.

    - ¡Está bien, listillo! -le contesté indignado-. Si crees que puedes hacerlo mejor, ven aquí y demuéstralo.

    Nunca imaginé que mis palabras produjeran semejante efecto. Un montón de extraños personajes comenzaron a salir del interior del espejo. Rodearon la mesa, tomaron asiento y, entonces, les pregunté quiénes eran.

    - No tengas miedo. Como puedes ver no somos fantasmas. Si me permites, haré las presentaciones comenzando por tu derecha: Pitágoras, Aristóteles, Eratóstenes, Galileo, Newton, Millikan, Cavendish, Rutherford, y yo mismo, el listillo Albert Einstein. Siento que no hayamos podido venir todos, pero ya irás conociendo a los demás componentes del <<Club del espejo>>. Todos nosotros, al igual que tú hemos intentado leer el maravilloso libro del Universo: las matemáticas. Y el hecho de que estemos aquí todos juntos, demuestra que existen lugares donde el tiempo no puede atraparnos. Ese espejo es un ejemplo, y a ti te corresponde descubrir nuevos caminos.

    Aquella fue la clase de matemáticas más larga e importante de toda mi vida. Hasta tal punto que caí rendido por el sueño. Cuando desperté, el padre Lorenzo devolvía el crucifijo a su lugar. Recogió mi examen, lo hojeó y sonrió satisfecho.

     - ¡La perfección no existe! -me dijo-. Pero si continúas trabajando así, cada vez estarás más cerca.

    Por un momento se me pasó por la cabeza preguntarle sobre lo que acababa de ocurrir. Si aquel espejo era un agujero negro o simplemente un túnel en el tiempo. Si los grandes matemáticos me habían aceptado como alumno. Si él era el guardián del Club del espejo… Pero como siempre, no me atreví a decir nada.