V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El contador de historias

Cristina Guzmán, 15 años

                   Colegio Aldeafuente (Madrid)  

Francisco observaba el horizonte a través de sus gafas. Descansaba sobre una vieja tumbona y sus pies rozaban la arena mojada. Sentía el sol sobre la piel arrugada y sus manos rebelaban el paso del tiempo. Sostenían una vieja libreta de cuero negro porque él era un contador de historias, un escritor. A lo largo de su vida había creado cientos de personajes. De su pluma habían brotado relatos bellísimos, herencia que dejaría al mundo en incontables novelas. Aunque el tiempo fue el culpable de que no pudiera crear su propia historia.

Desde joven tuvo clara su vocación. Pronto se le presentaron las oportunidades: su objetivo consistía en cambiar el mundo a través de la literartura, pero con los años fue dejando atrás su ilusión y muchas de sus obras se quedaron en simples proyectos. Esto le frustraba y llegó a la conclusión de que quizá no podía hacer más por el mundo. Tampoco había hecho nada por él mismo. Así había llegado a su vejez: solo, cansado y vacío.

Francisco a sus ochenta y dos años pasaba las tardes junto al mar. Desde hace meses le acompañaba su libreta pero no escribía nada en ella. Al igual que él, su pluma, ya desgastada, se había quedado sin tinta. No es que ya no tuviera nada que decir, pero estaba demasiado cansado. Se limitaba a ver pasar el tiempo, se fijaba en cada detalle y lo retenía en su memoria, con miedo de que pudiera ser el último. Y allí, junto a la playa, esperaba la noche.

Por las mañanas paseaba con Julia, tan soñadora como él. En su juventud ella fue profesora. Se podían apreciar los restos de su belleza. Tenía los ojos, azules, enmarcados por el pelo rizado y blanco. Sostenían una mirada siempre serena, que transmitía la seguridad de quien había vencido al dolor. Cuando sonreía, las arrugas se asomaban a su boca y a sus parpados. Su tez marfileña, casi transparente, era fina y delicada .

Juntos esperaban cada amanecer y después caminaban por el paseo marítimo. Compartían confidencias, anécdotas, recuerdos,… Julia era independiente pero, al igual que a Francisco, le inquietaba llegar sola al final y, sobretodo, no estar preparada para morir. Siempre había estado en la vida de Francisco de una forma u otra. Antes de comer jugaba un rato a las cartas con Emilio y Ángel, pero al final la partida se convertía en una charla sobre los viejos tiempos.

A Francisco le inquietaba una duda: ¿había aprovechado su vida? Esta incertidumbre le quemaba por dentro: quería dejar huella en el mundo antes de pasar a la eternidad. Así empezó a llenar su libreta. La pluma rasgaba el papel de manera incansable. Escribía sobre él, mostraba sus pensamientos. En cada línea saboreaba la libertad de narrar su propia biografía.

En cuanto puso el punto y final, llamó a Julia, cogió dos tumbonas del trastero y las llevó a la playa. Los dos se sentaron frente al mar, la tarde empezó a caer y Julia apoyó la cabeza en su hombro. Francisco miró la libreta que sostenía en sus manos, se acomodó y cerró los ojos.