V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El despertar

Núria Martínez Labuiga, 16 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

Mil imágenes de su vida se sucedían rápidamente ante ella. Algunas estaban borrosas, otras pasaban demasiado rápido para saber de qué trataban. Pudo reconocer una: sonreía frente al espejo con el traje de comunión. Le habría gustado recrearse en ella, en la alegría de ese día de tantos años atrás, pero desapareció y otras imágenes llegaron: sus hermanos jugando al escondite en el campo de naranjos de su abuelo, uno de los recuerdos más dulces de su infancia; su primer beso, un momento mágico que jamás olvidaría; el vals en su boda junto con su esposo, el día más feliz que recordaba; el nacimiento de su hijo, tan pequeño y débil; un coche nuevo, y ella al volante; una curva, un frenazo, un choque y fuego. Las llamas crecían a su alrededor como un mar de olas rojas, hambrientas y terroríficas, dispuestas a tragársela a ella también. Era el último recuerdo que conservaba antes de yacer en el inmenso sueño en el que estaba sumida desde el accidente...

El fuego volvía a rodearla como en sus recuerdos, pero esta vez no quemaba, no sentía nada. Dolor y placer quedaron muy lejanos. Ni siquiera recordaba cuándo fue el accidente, si realmente había ocurrido... ¿Estaba muerta? Si no lo estaba, ¿por qué no despertaba? Buscó a su alrededor alguna puerta de salida y apareció un pasillo inmenso poblado con miles de puertas blancas a ambos lados, cada una diferente pero ninguna con un cartel de “Salida”.

Se acercó a la primera y descubrió una habitación de paredes rosadas repleta de juguetes: era el cuarto de su infancia. La segunda se abría a la casa de campo, pero no rodeada de edificios, como actualmente, sino tal y como la recordaba de niña: con campos de naranjos y rosales. Una por una fue abriendo todas. Muchas conducían a otros pasillos con nuevas entradas. Era imposible abrirlas todas, jamás lo conseguiría.

Se sentó y percibió un sonido. No supo cuánto llevaba escuchándolo: tal vez horas, quizás solo un instante; cada vez lo oía más cercano y real. Lo reconoció: era el llanto desesperado de su hijo. Se levantó de golpe. ¡Tal vez estuviera dentro de alguna habitación!. Corrió hacia el lugar de donde procedía el llanto. Era una puerta un poco más grande que las demás, con grabados de bebés y ángeles y una pequeña cerradura en el centro con la llave puesta.

La giró con emoción: por fin llegaba a la salida.

Se abrió la puerta y todo a su alrededor cambió: estaba tumbada en la cama de un hospital. A su izquierda había un médico sorprendido, con una jeringuilla cerca de su gotero. A su derecha, su marido con los ojos rojos y grandes ojeras, atónito al verla regresar al mundo. Sostenía en brazos a un niño de seis años. Supo que era su hijo, el motor de su vida. Pero ya no era el bebé que ella recordaba: ¿había crecido cinco años en una sola noche? Extendió los brazos, cogió al pequeño y lo hizo dormir en su regazo.