III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El día menos pensado

Francisco Javier Celaya, 14 años

                  Colegio San Agustín (Madrid)  

      Aquella mañana fue extraña, casi irreal podríamos decir. Hay cosas que nunca imaginas que pudieran llegar a pasarte y un día se presentan a la puerta de tu casa. Ahora que lo pienso, bien podría no haber ocurrido nada, pues no hubo nadie que lo viera; sólo yo.

      Recuerdo vagamente que estudiaba matemáticas –o al menos lo intentaba–. Muchos profesores tienen la molesta manía de hacer recuperaciones incluso a los aprobados, tal vez para mantenernos ocupados, callados más bien, durante la clase. En fin, debiera pensar que lo que hagan los profesores es asunto suyo, pero no puedo evitar quejarme: bastante hemos hecho en una evaluación como para estudiar el mismo temario y encima saber que hará media con el siguiente…

      A lo que vamos: no había logrado ponerme aún cuando sonó el telefonillo. Me imaginé que sería alguno de los amigos de mi hermana menor, ya que los míos no acostumbran a bajar hasta bastante más tarde. Puesto que nadie cogía, me levanté con aparente esfuerzo de la silla y me encaminé a contestar. De hecho, ya me había preparado unas cuantas frases del tipo «no puede, está haciendo deberes», dispuesto a emplearlas sin reparo.

      Sin embargo no sonó ninguna de las vocecillas infantiles que esperaba. En su lugar, escuché la voz de una chica que preguntaba por mí y no esperaba que la voz grave que le contestaba fuera la mía. No tardé en explicárselo con un «sí, soy yo», a lo que ella rió junto a otra chavala, creo que con vergüenza.

      Me dijo si me acordaba de una chica con que había hecho amistad hace mucho tiempo. Me dio un vuelco al corazón. No me cabía en la cabeza que se presentara aquí después de cinco años; de hecho, no me acuerdo ni de los años que llevo sin verla. Aun ahora, me río de aquellos que dicen con ciega convicción «el que busca, encuentra».

      Me preguntó si podía bajar un rato. Así hice. Me peiné con prisa y salí apresurado. Incluso, pude mirarme por última vez en el espejo del ascensor. De esta forma irrumpí en el portal, suspirando para que no fuera una broma pesada. Al fondo y con el sol de cara, vi el perfil de las dos chicas. Ninguna de ellas era mi vieja amiga. De hecho, no las conocía de nada. Ellas al parecer sí me conocían: sabían cuál era el piso y la letra de mi casa. Afirmaron haber venido el día anterior, un viernes en que o no estaba o no quería estar; por eso habían decido insistir y volver a pasarse el sábado. Achacaban su visita a que Carmen –así se llamaba mi amiga–, les había hablado mucho de mí y querían sorprenderla regresando con el número de mi teléfono móvil. Les di mi número y las despedí, en un intento de ser lo más cortés posible.

      Me da que empleamos la palabra amigo con excesiva ligereza. Decidme: ¿qué es un amigo? Empiezo a pensar que, en su estricto significado, el número de los amigos es limitado. No es lo mismo un amigo que un amiguete. Amiguetes hay muchos; amigos no tantos.