X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

El día que morí

Eugenia Barcia, 15 años

                         Colegio La Vall (Barcelona)  

Recuerdo perfectamente el día que morí.

El otoño estaba terminando y se podía sentir el frío y la alegría precedentes a la Navidad. Yo, como seguramente muchas de las personas que caminaban por aquella gran avenida, me dirigía a comprar el primer regalo de aquellas esperadas fiestas.

Para mí, aquellas Navidades eran distintas a todas las anteriores, ya que las celebraría junto a alguien muy importante: Lucía, mi primer amor. Y como todo novio quiere para su novia, buscaba el mejor de los presentes.

Me abrí paso entre la muchedumbre hacia una de las tiendas. Era difícil caminar. Un hombre con capucha pasó corriendo a mi lado y por poco caigo al suelo, arrastrando conmigo a dos o tres personas. Me giré para exigirle disculpas, pero se había esfumado entre los transeúntes. Encogiéndome de hombros, seguí mi camino.

Estaba a punto de llegar al comercio cuando oí un grito. No podía ver más allá de la multitud, que se había detenido confusa.

Los siguientes minutos pasaron muy rápido. Un ruido que me dejó sordo, un destello y después... Recuerdo de forma borrosa los instantes siguientes. Todos salimos lanzados hacia atrás y un hongo de humo se alzó desde un edificio, que ardía en llamas. Caímos al suelo y los gritos y gemidos se escuchaban distantes, como si yo estuviera debajo del agua.

Al principio me pareció que eran efectos de un mareo, pero el edificio se inclinó y cayó a trozos, levantando una nube de polvo que nos cegó y nos hizo toser. Lo último que oí fue el susurro de una mujer, a mi lado. Pronunció el nombre de su hija. Y entonces, morí.

***

Me desperté dos semanas después, según el médico. Lo primero que vi fue a mi madre, dormida con la cabeza apoyada en la cama y su mano agarrando la mía. Y cuando, con cierta dificultad, conseguí girar la cabeza, me encontré a Lucía, también dormida en la silla, al lado de la ventana. Al verla allí, marcada con unas ojeras profundas, no pude más que sonreír. Bueno, lo que se puede sonreír si tu cara está quemada.

Me contaron lo que ocurrió. Al parecer, el hombre que me había empujado era un terrorista que había colocado una bomba. No me lo podía creer. Aquel personaje, al que había tenido junto a mí había matado a muchísimas personas. Y me había quemado la cara. Y me había hecho estar clínicamente muerto varios minutos.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar en toda la gente inocente que había perecido en aquel atentado. Gente como tú, como yo, como Lucía, como mi madre. Recordé aquella mujer tendida a mi lado que susurraba el nombre de su hija en un vano intento por encontrarla, y me sentí afortunado. Muy afortunado.

Un asesino, sin saberlo ni pretenderlo, puede cambiar la vida de mucha gente. Puede acabar con otras. Y puede hacer que algunas ni siquiera empiecen.