II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

El día que se estropeó
la televisión

Nina Lamuela, 14 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Nos encanta asomarnos y curiosear. Mirar quién acaba de nacer, aplaudir cuando dos niños hacen las paces, escuchar los secretos que se cuentan las chicas por el móvil, festejar -aquí también- las fiestas sorpresa... A veces, incluso, cambiamos algo sin que se den cuenta, para que les salga mejor la jugada. Pero tenemos que andar con ojo, para que Él no nos vea.

    Desde hacía tiempo, nuestro trabajo era un poco aburrido. Ya no hacíamos carreras con ellos, ni mirábamos las cartas sin que se diesen cuenta, y eso que sabíamos de antemano quién ganaría la mano. Últimamente, era como si se hubiesen quedado petrificados. Día y noche se las pasaban sentados en el sillón, sin moverse, observando esa caja negra de la que salen imágenes y sonidos: la dichosa televisión. Y cada vez jugábamos menos. Mirándolos, sin hacer ni decir nada.

    Si por lo menos en la tele pusieran algo interesante... Pero no, todo son tonterías. Incluso mi chico, que antes salía cada tarde a jugar a fútbol, ahora prefería quedarse en casa, viendo como otros lo hacían. Su papá, que cada mañana conversaba de política con sus compañeros de trabajo, prefería escuchar por la tele a los políticos profesionales. Incluso su hermana, que parecía la más sensata de la familia, antes quedaba con sus amigos y ahora solo veía telenovelas que también le robaban el tiempo de estudio.

    Así que, igual que cuando le desatábamos los cordones de los zapatos al conductor del metro para que se detuviera y le diese tiempo a mi chico de llegar antes de que se pusiera en marcha, decidimos actuar. Todo por su bien.

    Aquella tarde -es un decir, porque aquí no existe el tiempo- fuimos al despacho del Jefe. El más atrevido de nosotros llamó a la puerta. Yo nunca antes había estado allí. ¡Aquello era maravilloso!

    -¡Señor! -dije, sin estar muy seguro de cómo llamarle ni de cómo hablarle.

    Él lo debió presentir, porque antes de que continuara, me cortó para decirme con una voz maravillosa, fuerte y segura:

    -No te preocupes; estoy en ello.

    Y no dudé un momento de Él, así que me fui con una sonrisa y tan nervioso que me temblaban las piernas.

    Sin pensarlo dos veces, bajamos corriendo a ver qué gran idea había tenido en esta ocasión. Pero antes de llegar, oímos unos gritos que no escuchábamos desde hacía tiempo. Con mucha cautela asomamos la nariz y nos quedamos con los ojos a cuadros. ¡El mundo entero se había vuelto loco! En nuestra casa, concretamente, estaba la hermana gritando a su madre, que por qué siempre tenían que salir las cosas mal. El padre, detrás del aparatejo, conectaba y desconectaba, enchufaba y desenchufaba. Y él, en su habitación, sin saber qué hacer, como si el fútbol, los libros, sus amigos..., ¡todo su mundo de antes!, hubiese sido olvidado.

    Intrigados, salimos de la casa y entramos en la de sus vecinos. La señora mayor estaba también de los nervios, y el gato no paraba de maullar. Ya os podéis imaginar el resto: tiendas de electrodomésticos llenas, gente y gente con televisores en las manos, caminando hacia sus casas, como si comprando otro aparato fueran a conseguir ver algo. Creo que no ocurría nada parecido desde lo de la torre de Babel. Y, entre tanto revuelo, capté una conversación que me dejo preocupado.

    -Esto es el fin. Sin nuestra serie favorita, ¿qué será de nosotras? La vida ya no tiene sentido.

    -Sí, ahora, al llegar a casa, no tendremos a nadie que nos haga olvidar nuestros problemas.

    Ahí comprendí de qué se trataba. La gente no usaba la tele para el fin con el que se había inventado. Era un medio para olvidarse de la realidad, para crear un mundo al gusto de cada uno. No la utilizaban para ver una película en familia una noche, y al día siguiente charlar sobre lo que más les había gustado, sino para aislarse los unos de los otros y no pensar en obligaciones. Nada que ver con los libros, que aunque también forman un mundo irreal, nos sirven para conocernos, para desarrollar el sentido de la amistad, de la valentía, de la sinceridad, comparándonos con los personajes e imaginando situaciones en las que nosotros somos los protagonistas. Y no en el que los protagonistas acaban siendo nosotros, influyendo en nuestra forma de hablar y de vestir, haciéndonos víctimas de las los planes comerciales de los directores de series.

    Aunque algunos creyeron que ahí acababa su vida, en realidad despertaron de un sueño en el que se habían perdido el día en que descubrieron aquella caja. Mi chico, que creía que no volvería a ser feliz, se dio cuenta, al olvidarse de la tele, que acababa de comenzar a serlo. Porque la felicidad no consiste en pasarlo bien un rato, sino en disfrutar de la vida entera.

    Las teles dejaron de fabricarse en el 2024, el mismo año en que mi chico conoció a Gisela, su actual mujer. Yo sigo siendo el encargado de cuidar de él, pero además cuido de ella y de sus hijos, porque sus custodios y yo somos buenos amigos. Somos de la misma generación.