XV Edición
Curso 2018 - 2019
El encapuchado
Fernando Hidalgo, 13 años
Colegio Mulhacén (Granada)
En cuanto el príncipe Carlos atravesó con la espada el muñeco relleno de paja con el que entrenaba, ordenó a su mayordomo que enfundara el mandoble plateado y se echó la capa negra a la espalda antes de montar su caballo, con el que cabalgó hasta el castillo. Desmontó en los establos y finalizó el trayecto a pie.
José, uno de sus sirvientes, le esperaba en el patio.
–Alteza, tenemos todo listo para los Festines de Primavera. Han llegado tantas respuestas a su invitación que nos hemos visto obligados a adaptar una de las habitaciones de invitados como pajarería —le informó.
—De acuerdo —le respondió Carlos, satisfecho—. Y las despensas, ¿ya están llenas?
—Sí, mi señor. Esta misma mañana ha llegado el pescado fresco del Puerto del Norte, y disponemos de todo tipo de vinos, así como de grandes reservas de cerveza negra.
—Supongo que los carruajes empezarán a llegar pronto.
—Exactamente, señor.
El príncipe Carlos inspeccionó las despensas, situadas en un torreón. Las estanterías estaban repletas de todo tipo de frutas. Y como le había anunciado su sirviente, había numerosos barriles de vino, cerveza negra y agua. También vio las cajas de pescados, de carne de cerdo y ternera, así como los conejos despellejados y listos para ser cocinados.
Se retiró a sus aposentos y ordenó a sus criados que le preparasen un baño caliente y que lavasen y planchasen su mejor capa. Deseaba que diera comienzo el festín, y con él los torneos y las justas, que durarían un mes completo.
Cuando el sol se ocultaba tras las montañas, comenzaron a llegar los primeros carruajes: el de los Aragón, el de la familia Rodríguez, el de los Gutiérrez... Todos ellos eran sus vasallos, pues Carlos era el príncipe de las Ciudades del Sur. Al menos otra veintena de señores llegaron a tiempo para el banquete.
Las dos hijas y los tres hijos de Carlos ocuparon sus puestos en la mesa más alta del comedor, junto a sus padres. Una gran lámpara de hierro adornada con rubíes iluminaba la sala con docenas de velas.
—Buenas noches —saludó Carlos, aclarándose la voz—. Tanto mi señora esposa, la princesa, como yo, mis dos hijas doncellas y mis tres hijos, deseamos que hayáis tenido un buen viaje —. Levantó la copa—. ¡Que comience el banquete!
En ese instante, una flecha le atravesó el corazón a José, el mayordomo de Carlos, que se desplomó. Un griterío de terror recorrió la sala.
—¡Fuego! —se escuchó una orden, antes de que una lluvia de flechas cayera sobre los invitados.
Los soldados del castillo escoltaron a Carlos, su esposa y sus hijos hasta la puerta trasera del comedor. La familia corrió a la torre del homenaje y se escondió en el aposento de la princesa. Carlos buscó en un aparte a López y Pérez, sus mejores vasallos.
—¿Se sabe a quién han matado, López? —preguntó Carlos.
—A vuestro mayordomo José, como ya sabéis, y algunos familiares y amigos.
Uno de los mensajeros de la corte irrumpió en la sala.
—Alteza, los rebeldes quieren negociar —dijo sin aliento por tanto correr—. Son portugueses.
—¿Negociar?... —habló López—. Yo me encargaré, Alteza. Y con mucho gusto, la verdad. Solo os pediré que os sentéis en la Sala del Trono antes de que el sol se ponga.
Y allí estuvo Carlos. Después de una intensa discusión con sus vasallos, el príncipe le transmitió su decisión al mensajero.
—¡Todos al comedor! —ordenó Carlos.
—Vamos a mataros —anunció una voz al verlos llegar.
—No, si puedo impedirlo.
Entonces Carlos indicó a sus soldados que no quedase un solo enemigo con vida.
Tras una larga refriega, la mayoría de los soldados del príncipe salieron intactos, dejando a la vista un reguero de cadáveres portugueses.
—Alteza, uno de ellos lleva una carta del rey de Portugal —le comunicó uno de sus tenientes, ofreciéndole la misiva.
—Así es. Yo mismo la he firmado —dijo un hombre encapuchado que apareció por detrás de Carlos—. Este príncipe español nos ha hecho mucho daño y ha llegado el momento de la venganza.
En un visto y no visto sacó un cuchillo con el que tajó el cuello del príncipe, antes de morir acribillado por una lluvia de flechas.