V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El fabricante de sueños

José Luis Prieto, 15 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Frío. Fue lo primero que sintió Jorge al despertar en mitad de aquella noche de finales de diciembre. Se encontraba tumbado cerca de la pared en un pequeño callejón. Cualquiera que le hubiese visto antes de que despertase, hubiera pensado que aquel vagabundo había perecido a causa del frío. Pero Jorge ya estaba acostumbrado y no sucumbía tan fácilmente ante la adversidad. Tenía once años, aunque las condiciones en las que había vivido la mayor parte de su vida lo habían hecho madurar. Era alto, delgado y de piel muy pálida. Su rostro era afilado, con unos ojos verdes que se escondían tras el flequillo rubio. Su ropa estaba muy desgastada, con agujeros en las mangas y varios remiendos en sus pantalones.

Abrió lentamente los ojos y miró a su alrededor. La callejuela estaba desierta. Nevaba y hacía un frío polar. Intentó moverse, aunque no lo consiguió. Su cuerpo estaba entumecido a causa del frío. La manta con la que solía abrigarse por las noches estaba cubierta de escarcha. Después de numerosos intentos, consiguió ponerse en pie. Se estiró un poco y movió las piernas. Cuando recuperó el movimiento por completo, se dirigió a un parque.

Allí los árboles lo protegerían de la nieve.

Se encontraba en la calle principal del pueblo. Aquella avenida estaba totalmente iluminada, con largas hileras de luces entre los árboles.

Prosiguió su camino. Al pasar por delante de una casa, la curiosidad se apoderó de él y no pudo evitar echar un vistazo por la ventana. Contempló un salón amplio y bien decorado. En una esquina se alzaba un gigantesco árbol de Navidad, del que colgaban un montón de bolitas que cambiaban de color.

También descubrió a una familia sentada alrededor de una mesa. Parecían felices. Una mujer se levantó para regresar con un paquete envuelto en papel azul. Lo depositó debajo del árbol. Al rato, un niño pequeño se abalanzó sobre el regalo para abrirlo, exultante de felicidad.

Jorge siguió su camino. Se tumbó en un banco y fijó la mirada en las copas de los árboles. Intentó no pensar en lo que había visto, pero no pudo resistirse. Aquel niño que abría feliz su regalo le había producido una profunda tristeza. ¿Se trataba de celos, envidia o nostalgia?

Un haz de luz le golpeó en la cara, haciéndole cerrar los ojos instintivamente. Cuando los volvió a abrir, se percató de la presencia de un hombre a unos siete metros del banco donde él estaba tumbado. No era muy alto, tenía barba e iba vestido con un abrigo rojo. El hombre le sonrió y tendió una mano. Jorge, sin fiarse del extraño, acercó lentamente sus dedos.

Hubo un gran fogonazo de luz cuando se estrecharon la mano y el muchacho volvió a cerrar los ojos. Al abrirlos, se encontró en mitad de un pasillo concurrido, por el que corrían pequeñas criaturas de orejas puntiagudas cargadas de regalos.

No tenía la más mínima idea de dónde se hallaba. Alzó la cabeza y miró al extraño con el que había llegado allí. Este pareció entenderle. Sonriéndole, le señaló un letrero colgado delante de ellos y que rezaba: “La fábrica de los sueños”. Jorge, boquiabierto, miró cómo el hombre se había colocado delante de una máquina plateada. Por señas, le dijo que se acercara.

Tan solo era una gruesa columna de forma cilíndrica en cuya base había una puerta. El hombre la abrió e invitó a Jorge a que pasara. Cuando entró, la puerta se cerró detrás de él y sintió miedo en la oscuridad. Al encenderse una luz, leyó otro cartel que decía: “Pide un deseo”. Por cuarta vez en aquel día, una luz le cegó.

Abrió los ojos y se encontró sobre la cama de su cuarto. Se había olvidado bajar la persiana la noche anterior y la luz se había colado en su habitación. Se levantó y abrió la persiana por completo, alegrándose de que la Navidad hubiese llegado.

Por la ventana vio a un hombre vestido con un abrigo rojo.