XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

El final de los
suspiros

Jorge Gutiérrez, 16 años

Colegio Munabe (Vizcaya) 

A mucha gente mayor le gusta suspirar, como si el suspiro fuese un desahogo. Es más, entre esa gente mayor abundan los que después del suspiro suman alguna coletilla: «¡Ay, Señor!...», «¡Hay que ver cómo está el mundo!...», «¡Ay, en mis tiempos no sucedían estas cosas!...» y demás dolores, dándonos a entender que ellos, desde la atalaya de su edad, interpretan la vida con vasto conocimiento. Sus suspiros quieren decirnos que formamos una sociedad sin solución, egoísta, individualista, en la que no nos importa el prójimo, en la que cada cual va a lo suyo, sin que nadie esté dispuesto a tenderte la mano.

Pero a veces un suceso, una desgracia verdadera (sin suspiros), el drama de una persona o de una familia vienen a poner las cosas en su sitio. Hace un año se trató de aquel pequeño al que pusieron el sobrenombre de El pescaíto, al que la amante de su padre asesinó sin miramientos. En este, ha sido Julen, otro niño, de dos años y medio, que de manera fortuita se deslizó por la boca de un pozo ilegal por el que cayó más de setenta metros hacia el fondo, muriéndose de los golpes y la asfixia. Su rescate mantuvo a todo el país en vilo a lo largo de trece días, y eso que apenas quedaba un resquicio de esperanza de que estuviera con vida.

Hemos comprobado cómo hay muchas personas de todo tipo, de lugares, creencias y tradiciones distintas que están dispuestas a dejarlo todo (su casa, su coche y su trabajo) con tal de sumar un granito de arena en la salvación de una vida humana. Con su actitud no tienen pretensión de obtener ningún beneficio, tan solo la satisfacción de ayudar y hacer feliz a una persona, a una familia, a un país..., de mirar lo cotidiano con otros ojos, honestos y generosos.

A veces cuesta entender a la gente que entrega la vida por los demás. Pero la experiencia nos dice que todo cambia cuando damos el paso. Mi colegio, por ejemplo, nos ofreció una visita a una residencia de ancianos. No estábamos obligados, así que de primeras la respuesta de los alumnos fue negativa. Pero al cabo de unos días nos percatamos de que si íbamos al asilo nos libraríamos de la clase de Matemáticas, así que tres alumnos —entre los que me encuentro— aceptamos el compromiso.

Aunque parezca sorprendente, los que un día decidimos acudir al geriátrico por perdernos un rato de colegio ahora somos asiduos visitantes de esa residencia, en donde sus huéspedes nos reciben con la alegría de quienes todavía tienen mucho que vivir y disfrutar. Junto a ellos recuerdo los suspiros de la gente mayor, no de los que tienen más años que cualquier adolescente, sino de los que han perdido la esperanza y las ganas de vivir. Porque Bernarda, por ejemplo, Antonia o Vicente no han perdido la frescura ni la iniciativa. Nosotros, que solo aportamos un granito de arena con el propósito de ayudar, de hacer un poco mejor el mundo, también contrarrestamos esos suspiros. Y nos damos cuenta de que hemos sido agraciados.