XIV Edición
Curso 2017 - 2018
El final de una etapa
Natalia Martínez de las Rivas, 16 años
Colegio Ayalde (Vizcaya)
Los estudiantes sobrevivimos durante el año escolar gracias a un anhelo —una obsesión más que una meta— que nos ayuda a superar trabajos, estudio y exámenes: las vacaciones.
La mayoría de nosotros no nos planteamos lo que existe más allá del próximo puente o del próximo verano, y tampoco sentimos que sea necesario hacerlo. Nos dedicamos a arrastrar suspiros por los pasillos al comentar todo lo que tenemos pensado hacer cuando ya no tengamos clases. Es decir, vivimos a corto plazo: los lunes pensamos en los sábados; en septiembre rogamos por que llegue diciembre; en enero lloriqueamos por abril y pasamos el resto del curso ansiando el mes de junio. Por lo tanto, parece que no tenemos nada más importante que el descanso y pasárnoslo bien.
Al echar la vista atrás recuerdo mis primeros años escolares, en los que no fui consciente del paso del tiempo. Ya podían quedar meses para el final del curso o días para el comienzo del siguiente, que eso no influía en el modo en el que actuaba ni en cómo me divertía. Pero a medida que pasaron los años, el deseo de las vacaciones y la sensación de que cada vez llegan más tarde creció en mí. Y con ese sentimiento, la conciencia de las nuevas responsabilidades que a menudo trataba de obviar. Mi única meta era finalizar el curso y comenzar unos idealizados meses de reposo.
Las vacaciones son esenciales, necesarias y saludables, pero la realidad es que también nos cansamos de ellas cuando caemos en la falta de actividad y cuando —aunque cueste admitirlo— nos llega la nostalgia por reencontrarnos con aquellas personas con las que hemos pasado tantas horas durante el curso: los amigos, los compañeros, los profesores... Por otro lado, a partir de agosto nos hormiguea la intriga por saber lo que nos deparará el nuevo curso.
Todo cambia cuando empezamos a ser conscientes de que llega el final de la etapa escolar, la salida del colegio y el comienzo de un nuevo reto que romperá el bucle en el que vivimos desde que éramos niños y al que estamos tan acostumbrados. Por primera vez, el paso del tiempo llega a asustarnos, pues parece que está a punto de romperse la burbuja de nuestra infancia y primera juventud. La llegada del descanso, del calor, de la playa o la montaña dejan de ser lo mismo; parecen perder entidad.
En cientos de ocasiones he escuchado aquello de «no aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes». Ahora me toca perder el colegio para asomarme a una nueva e intrigante etapa.