I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El gato trasquilado

Isabel Echaniz, 12 años

                 Colegio Ayalde, Lejona (Vizcaya)  

     -¡Quítame tus asquerosas zarpas de encima!- chillé al notar que alguien me tiraba del rabo.

     Me di la vuelta y me encontré cara a cara con Lara, la prima de cuatro años de Juan, mi dueño. Por supuesto ella no entendía el idioma gatuno y lo único que oyó fue un sonoro <<¡Miauuuu!>>. La noche anterior había tenido unas horribles pesadillas en las que ella me tiraba de los bigotes y me metía en la ruidosa máquina donde mi familia mete la ropa sucia. Me encontraba mirando fijamente el rostro alegre y sonriente de la protagonista de mis pesadillas y sentí que el pánico empezaba a recorrer mi tembloroso cuerpo. No debía arañar ni morder a Lara porque la última vez que lo intenté (y que, por cierto, no lo conseguí) ella me metió un dedo en el ojo y, además, mi amo me castigó un día entero sin comer y no me dejó dormir en su cómodo colchón.

     En aquel momento no sabía qué debía hacer, así que, sin pensarlo, eché a correr hacia la cocina. Allí sabía que me encontraba a salvo, pues no dejaban entrar a la niña por miedo a que se quemara o se cortara con algún utensilio peligroso. Mi amado dueño se hallaba allí; yo, lleno de alegría al ver como la madre de Lara la echaba de la cocina, froté mi lomo suavemente contra los ásperos pantalones de Juan. Después me dirigí, moviendo elegantemente mis delicadas patas, hasta el extremo más apartado de la cocina para tumbarme y esperar a que Lara se marchase a su casa y me dejara en paz. Olía muy bien a salmón y así me quedé, aspirando el delicioso aroma.

     Mi triunfo duró poco, ya que al poco tiempo mi dueño y sus tíos decidieron que querían marcharse a dar un paseo para conocer el pueblo al que nos habíamos mudado hacía poco tiempo.

     Lara no quería conocer el pueblo sino quedarse en casa con su hermano mayor y conmigo. Deseé intensamente que Juan le prohibiera entrar en la cocina para estar a salvo de sus temibles “garras”, pero no fue así: se olvidó de decírselo. Como si yo no existiera, se alejó de la cocina y cerró la puerta principal tras de sí explicando a su tío un proyecto que estaba realizando en el colegio. Si los gatos pudiesen llorar, yo ya habría inundado la cocina. Estaba tan triste que no oí (a pesar de que mi oído es muy fino) como Lara entraba en la cocina torpemente. Me cogió por los costados y me levantó del suelo con la misma facilidad con la que se coge un lápiz. Mis patas traseras colgaban en el aire y se balanceaban a medida que Lara avanzaba hacia el espacioso salón. Las coloqué en posición de caída, porque sabía que aquella niña me tiraría sin ningún cuidado al suelo como si estuviese echando una bolsa de basura a un contenedor. Al caer sobre el parqué, intenté divisar un lugar donde esconderme de ella. El cuarto de baño parecía idóneo, así que corrí hacia allí. Me escondí tras el inodoro y temblé de terror cuando apareció Lara con unas tijeras.

     –No quiero jugar al escondite, Tom– dijo con su terrorífica voz chillona que me perforaba los tímpanos –Sólo quiero que vengas un rato conmigo.

     Me entró un pánico insoportable al oír la palabra <<conmigo>>, eso significaba que algo malo me iba a suceder. Al ver las tijeras escondidas tras su escurridiza espalda, cada centímetro de mi cuerpo comenzó a temblar.

     En aquellos momentos de absoluto terror, cerré los ojos y pensé en mi amable y cariñosa madre, a la que tuve que abandonar a los cinco meses de edad para irme a vivir con mi dueño, al que tomé cariño nada más ver su tierna mirada. Él nunca me castigaba ni me pegaba sin una razón.

     –Ven aquí, Tom– dijo fingiendo una voz dulce; pero yo sabía que aquella voz era de una niña malvada y traviesa que sólo buscaba maltratar a un pobre gato. Aunque su voz parecía cautivadora, no salí de mi refugio tras el inodoro. Ella se acercó un poco más a mi escondite. Me acurruqué al máximo poniendo todos los músculos en tensión e intentando que no quedara ningún resquicio de mi pelo por el que Lara pudiera agarrarme. Pero no lo conseguí y para cuando me di cuenta, me tenía sujeto por una pata trasera y por la cola. Me agarré como pude a la base del retrete. Seguí intentando mantenerme sujeto a la tapa, pero estaba resbaladiza y mis uñas no podían clavarse en algo tan duro. En un intento por agarrarme a algo que no resbalara me di con la cabeza en el frío suelo. Lara me seguía manteniendo a raya, con la parte trasera de mi cuerpo volando entre sus “garras”.

     Dejé que me arrastrara, porque sabía que no podía hacer nada por defenderme. Cuando llegamos al salón, me di cuenta de que había rallado el suelo de madera recién encerado con mis afiladas uñas. Me puse muy nervioso, porque recordé que cuando me portaba mal mi dueño me castigaba con dureza. Lara me cogió de nuevo por los costados y me posó bruscamente sobre el sofá.

     –No tengas miedo. No te voy a hacer daño.

     No sé por qué, esas palabras no me resultaron nada tranquilizadoras. Algo malo me iba a ocurrir. Tenía la mente en la otra parte del universo, en la que los gatos son felices. <<¡Qué sitio más hermoso!>>, pensé con un nudo en la garganta. El ruido de unas tijeras al cortar el aire me despertó de mi ensimismamiento. Lara me miraba con una sonrisa maliciosa. Parecía estar muy satisfecha por algo que había conseguido. Intenté mover las patas pero caí en la cuenta de que las tenía amarradas con una cuerda que se me clavaba en la carne. Intenté bajar la cabeza, pero tenía una correa que estaba atada a la pata de la mesa de caoba. No tenía otra alternativa que sufrir, pasase lo que pasase. Mi rabo se movía de lado a lado como una serpiente extremadamente nerviosa. Tras un momento de desesperación, abrí los ojos. Me extrañó no notar un pinchazo entre las costillas ni dolor en el rabo. Aun así, las tijeras seguían cortando algo que yo no conseguía identificar. Intenté de nuevo girar la cabeza, pero fue inútil.

     De repente sonó una llave que giraba dentro del cerrojo. Se abrió la puerta y apareció mi salvación. Mi amo y sus tíos acababan de entrar en casa charlando tranquilamente.

     –¿Qué ha pasado aquí, Tom? –preguntó mi dueño en un tono de enfado que resonó por todo el salón. Seguramente acababa de descubrir las marcas de los arañazos en el suelo del pasillo. Mientras, Lara seguía haciendo su trabajo, abriendo y cerrando las tijeras de forma continua y sin detenerse. Parecía no haber oído que sus padres y Juan habían llegado; tal vez estuviera haciéndome algo que mi amo permitía. En ese caso, por una vez no me estaría haciendo nada malo.

     Juan llegó al salón y ahogó un grito. Llamó a sus tíos, que se habían quedado en el recibidor, observando un cuadro muy antiguo que había colgado de la pared. Al llegar al salón, el padre de Lara gritó con autoridad:

     –¡Qué es lo que haces, Lara! Pobre gato. ¡Déjalo en paz! –noté cierto deje de horror en la voz. Después alguien me aflojó y desató las patas traseras y después las delanteras. A continuación, me quitó la correa del cuello que me había estado asfixiando. Me di la vuelta y comprendí lo que Lara había estado haciendo: me había cortado gran parte del pelo de los costados y del lomo. Salté del sofá deseando que todo fuera una simple y absurda pesadilla, pero al ver como el pelo cortado caía suavemente, mis esperanzas se desvanecieron.

     El padre de Lara se llevó a la niña al cuarto de baño donde le lavó las manos y le echó una buena reprimenda:

     –¿Cómo has podido hacer esto, Lara? ¡Te dijimos que no molestaras al gato! ¿Y qué me encuentro cuando llego? ¡Que lo has esquilado!

     Lara empezó a llorar. Incluso, me dio un poco de pena. Al salir del cuarto de baño fueron en buscar de su hermano, que se hallaba en la habitación de mi amo escuchando música a todo volumen. También tuvo bronca por ser tan irresponsable y no vigilar a su hermana. Los tíos dijeron que no volverían a traer a sus hijos, porque causaban muchas molestias y además les serviría de castigo. Me gustaría que fuera cierto, pero no tengo muchas esperanzas.