I Edición
Curso 2004 - 2005
El hombre de la gabardina
Lucía Hervás, 17 años
Colegio Virgen Atocha, Madrid
-Buenas tardes- dijo con su voz sorda. Era un buenas tardes ausente, educado, tan educado que parecía incluso hostil.
Mi vecino era un hombre extraño; nunca saludaba si le encontrabas por el barrio, nunca miraba a los ojos, no te sujetaba la puerta del ascensor si venías cargada ni preguntaba por tu familia si hacía tiempo que no le veías. No era como los demás vecinos que siempre había conocido.
Desde niña me había intrigado aquel hombre, aquel señor de ninguna edad, con su gabardina gris y su maletín de cuero desgastado. Siempre llevaba gafas de sol, oscuras y relucientes como su pelo engominado. Casi formaban parte de su persona, nunca se las quitaba, solo a veces se asomaban a través de ellas dos asustados ojos negros, cuando buscaba las cartas en su buzón o intentaba, con nerviosismo, encajar su llave en la cerradura. Parecía como si detrás de esas gafas pretendiese esconder su pensamiento, siempre ausente, como su rostro, marcado por el acné de una remota adolescencia.
Trabajaba en la vieja ferretería industrial que había debajo de mi edificio, que parecía tener el mismo espíritu de mi singular vecino. Desde hacía tiempo las ventas se habían reducido visiblemente, a juzgar por sus poquísimos clientes, no como en otros tiempos, cuando la gente aún apreciaba el gusto de entrar en una tienda donde el vendedor sabe lo que te vende y te recibe siempre con una sonrisa. Pero la vieja tienda estaba muerta. Los empleados habían sido despedidos en los últimos años por la falta de trabajo, y el dueño, con los achaques de la edad, planeaba encontrar la ocasión para vender el enorme local a una cadena de supermercados y así poder disfrutar de la jubilación que se merecía.
Nunca supe cuál era el cometido de mi vecino en la empresa. Hasta donde llegaba mi memoria nunca la había visto detrás del mostrador, ni en las oficinas; siempre le encontraba en la calle mirando al suelo o en el banco de mi portal, acariciando su maletín de cuero. Tal vez sabía que pronto le iban a despedir y había perdido la ilusión por su trabajo. O tal vez ya estaba despedido.
Una noche le encontré en la barra del bar de la esquina con una hilera de vasos vacíos frente a él. Le rodeaban los clientes habituales del bar, que escuchaban la historia que con dificultades él trataba de contar. Cuando me vio, salió corriendo del bar y empezó a gritarme:
-¡Eh, vecina! ¡Sí! ¡Tú! ¡La rubia! ¡Espera! ¡Ven aquí...!
Me asusté. No era la primera vez que un borracho me hacia pasarlo mal, y mis miedos superaron l curiosidad por saber lo que el extraño hombre quería decirme.
Algún tiempo después, iba camino del colegio cuando me tropecé con él y ambos caímos al suelo. Mis libros rodaron por la acera y mis rodillas se resintieron. Estaba intentando recuperar mis cosas cuando le miré, esperando la excusa. Lejos de eso vi una lagrima caer por su mejilla, una lagrima tímida y sincera que me hizo estremecer, pues no era causada por nuestro pequeño incidente, sino por un motivo que sus oscuras gafas de sol no me dejaron saber. Iba a pronunciar la protocolaria e inútil pregunta de <<¿está usted bien?>> cuando, visiblemente azorado, se secó con su pañuelo y , tan rápido como tropezó conmigo, se dio media vuelta y se fue. Yo me quedé en medio de la calle, preguntándome el por qué de aquella lágrima, olvidando que mis apuntes aún andaban por el suelo y que mis medias estaban rotas a la altura de las rodillas.
Después de aquel día pasé largo tiempo sin verle. No sabía si era por casualidad o si me evitaba por el absurdo ocurrido. Poco a poco me fui olvidando de él. La vida del barrio siguió igual y yo no caí en la cuenta de que ya no estaba en casa, de que las cartas de su buzón se salían por la rendija, de que la ferretería ya se había vendido y ahora era un gimnasio.
Un día, mucho tiempo después, me encontraba mirando escaparates en la otra punta de la ciudad cuando le volví a ver, acompañado de una hermosa mujer. Iba vestido muy diferente a como yo le recordaba, y ya no llevaba sus innecesarias gafas de sol. Me quedé largo rato mirándoles, como pasmada; no quedaba nada de aquel extraño hombre con gabardina. Me miró con unos intensos ojos negros mientras sonreía. Yo le devolví la sonrisa. Me di cuenta de que era la primera vez que le veía reír.
Cuando llegué a casa, le pregunté a mi padre por él, temerosa de que ni siquiera se acordase del silencioso vecino. Sin embargo, se le iluminó la cara en cuanto lo nombré, y me contó una triste historia que poco a poco me hizo comprender.
Aquel hombre estaba casado con la hermosa mujer que yo vi, y trabajaban juntos en la vieja ferretería. Siempre fue brillante en su trabajo y tenia una sonrisa para todo aquel que tenía la suerte de cruzar con él unos segundos. Un mal día unos ladrones armados irrumpieron en la tienda, atraídos tal vez por la fama del próspero negocio. Ella se encontraba tras el mostrador, mientras él envolvía su pedido a unos clientes. El cabecilla del grupo, cuyo rostro estaba oculto, le amenazó, pero él no cedió. Forcejearon y, en medio de la pelea, uno de sus compañeros le disparó, dejándole herido en medio de la tienda. Los asaltantes se llevaron todo lo que encontraron, incluso a su linda mujer, que por entonces estaba embarazada de tres meses.
Cuando llamaron a la policía ya era demasiado tarde. Por suerte, él salió pronto del hospital, pero de su mujer nunca se volvió a saber nada. Se la dio por desaparecida y la policía dejó de buscarla. Pasaron muchos años en los que él no superó lo ocurrido. No pudo volver a trabajar ni relacionarse con nadie, siempre ausente y con la mirada triste y perdida.
Un buen día ella volvió a casa. Venía sola y sin ningún equipaje. Mi vecino nada más verla volvió a sonreír y la abrazó. No llamó a la policía ni le preguntó dónde había estado durante tanto tiempo, ni por qué apareció así, de repente. Volvía a ser feliz, no quería recordar. Los dos enamorados habían pasado mucho tiempo separados, por eso decidieron cambiarse de barrio para seguir adelante con sus vidas y poder olvidar.