V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El hombre del acordeón

Olga Nafría Febrer, 15 años

                 Colegio Pineda (Barcelona)  

Empezaba un nuevo día en la vida de Ceci. Después de desayunar, cogió su bolsa y echó a correr hacia el autobús. Después de bajar en su parada, cruzó la calle. Luego subió por una cuesta que terminaba en el edificio donde ella estudiaba. Y en la esquina de esa calle lo vio, como siempre.

Era un anciano, un anciano sentado en el suelo. Estaba allí todos los días, sin excepción, envuelto en un abrigo a cuadros. Tenía un viejo acordeón que tocaba con cariño. La música de aquel instrumento era melancólica como la mirada de su dueño. Su gorra estaba puesta del revés en la acera, pero siempre vacía. Ceci jamás había visto que nadie le echase dinero. El músico se había convertido en un elemento más del paisaje urbano.

Aquel día, sin embargo, el músico le guiñó un ojo. Ceci agachó la cabeza, con vergüenza, y subió la cuesta más deprisa. Por la tarde, al salir de clase, pensó que era hora de entregarle alguna moneda al viejo. Comprobó que seguía en el mismo sitio, absorto en su música: una melodía apasionada y triste. Ceci abrió su cartera, sacó una moneda y la dejó caer en la gorra. El hombre detuvo el acordeón, levantó la cabeza y miró con descaro a la chica.

-¿Por qué haces eso?

-¿Qué? –ella respondió con otra pregunta.

-¿Por qué me tiras una moneda? ¿Acaso te he pedido dinero?

Ceci no entendía nada. Nunca había visto a un mendigo rechazando una limosna.

-Bueno, yo… -dudó un momento-. Le he dado la moneda porque he visto ahí su gorra, del revés, en el suelo.

-Ah, la gorra -pareció sorprenderse-. La dejo así para que se caliente con el sol.

Ceci no supo qué cara poner. “Me está tomando el pelo”, pensó, ofendida.

-Pero usted necesitará dinero para comprar comida.

-Mi música lo es todo y no necesito nada más.

Pensó que aquél hombre estaba trastornado. Pero, de alguna forma, se sentía fascinada por sus respuestas.

-¿Dónde vive usted? –se atrevió a preguntarle.

-En el mismo sitio que tú. En esta ciudad que, a pesar del sol, es cada día más fría.

-Y para qué toca el acordeón si no quiere dinero.

-Es mi forma de devolver a la vida todo lo que ésta me ha dado. No sé hacer nada mejor, así que se lo agradezco con mi música.

Se quedó mirando al infinito mientras se acariciaba suavemente la barba. Ceci no veía el porqué de su agradecimiento a la vida, ¡si no tenía nada! Se alejó lentamente, meditando las respuestas de aquel filósofo callejero.

Pasaron los días. La vida de Ceci no había cambiado: por las mañanas, el autobús, el cruce, el viejo del acordeón, la cuesta y el edificio. Ahora, cada vez que pasaba frente al músico, lo miraba con atención, esperando que él le devolviese la mirada. Pero no sucedía. El viejo parecía haber olvidado por completo la conversación con aquella estudiante.

Un día Ceci se encontraba en el otro extremo de la ciudad, lejos de su casa. Había ido a una biblioteca para consultar unos libros. Al salir, se encontró atrapada por una lluvia torrencial y sin paraguas. Miró el reloj: el autobús había pasado ya y no volvería hasta la siguiente hora. Pensó telefonear a alguien de su familia, pero su móvil no tenía batería. Mientras se empapaba, buscó una cabina telefónica. Descolgó el teléfono y buscó una moneda en su cartera.

-¡No puede ser! –exclamó por lo bajo. Se había gastado todo el dinero que llevaba en el autobús de ida.

Cuando intentaba serenarse, notó que una mano grande y áspera se posaba sobre su hombro. Giró la cabeza, asustada, y su mirada tropezó con la de el hombre viejo del acordeón.

-¿Qué hace usted aquí?

-¿Y tú?

La joven sonrió. Era imposible entablar una conversación normal con aquel hombre, que introdujo la mano en el enorme bolsillo de su abrigó. La sacó y se la tendió a Ceci.

-Creo que necesitas esto.

En la mano tenía la misma moneda que la chica le había dado días atrás.

Ceci abrió la boca y la volvió a cerrar. Miró al hombre, preguntándose si no bromeaba. Después cogió la moneda mientras el mendigo echaba a andar bajo la lluvia. Ella no dejó de mirarle hasta que desapareció por una esquina. Se fijó en su abrigo grande y raído, en sus botas mojadas, en su pelo cano y su barba de varios días. Luego miró la moneda que sostenía en su propia mano. A pesar de no tener nada, aquel hombre era el más rico que había conocido nunca.