V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El hombre solo

Gloria Arcusa, 15 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Al salir de casa, un tentador aroma me invadía los sentidos. Venía de la panadería. Continuaba mi paso hacia la estación de ferrocarriles, que se sitúa a siete minutos de mi casa. Mientras llegaba, observaba los escaparates llenos de ropa moderna que, algún día, con mis ahorros, anhelaba adquirir. Me entusiasmaban los zapatos; sobretodo en invierno, ya que incorporan tacones desafiantes y botas de terciopelo.

Antes de llegar a mi destino, me cruzaba todos los días con un señor canoso. Se apoyaba el puño en la cara y miraba hacia el suelo, como si observara el ir y venir de quienes se cruzaban ante él. Llevaba siempre la misma vestimenta sencilla, un poco sucia y ya estropeada. Transmitía tal tristeza que no le podía seguir la mirada y seguía cabizbaja hacia el tren.

Pasaban los meses, los años y aquel señor permanecía en el mismo lugar, pensativo como de costumbre y triste. Por entonces yo había comenzado la universidad. Cuatro años después, decidí abordarle:

-Hola -le saludé .

–Hola -respondió tímidamente.

-¿Podría indicarme dónde puedo comprar anillos de oro? Me he fijado que usted lleva uno muy hermoso.

–Perteneció a alguien especial que me dejó hace ya seis años.

-¿Perdón?

–Ella era mi vida, pero un cáncer de hígado se la llevó para siempre. Desde entonces vengo aquí a buscar la felicidad de nuevo, porque ella siempre decía que la felicidad está en los demás. No obstante, observo miles de personas al día y no siento absolutamente nada gratificante, al contrario, me voy hundiendo en una penumbra que me corroe.

Solté una carcajada con dulzura:

-Debes comunicarte con los demás. Es la única forma de que obtengas lo que buscas.

-¿Comunicarme...? Tengo miedo- susurró.

–¿De qué? -pregunté extrañada.

-De dar amor y no recibir nada a cambio.

–Amar nos hace mejores. Ningún sentimiento negativo puede surgir del amor. Todo son recompensas.

-Gracias -respondió con una sonrisa sincera.

–Gracias a usted. Llevo cuatro años pasando por delante y fijándome en su estado. Me conformaba imaginando mil suposiciones sobre lo que le podría pasar, pero nunca le ofrecí mi tiempo para averiguarlo. Y, ¿sabe? ahora me siento mucho mejor. Siempre pensé que los mayores no podían aportarnos nada, pero estaba equivocada. Usted me ha enseñado que la soledad es lo más triste que podemos experimentar y que debo querer y cuidar a los que me rodean para que nunca nos envuelva.

Me alejé con ojos llorosos pero inmensamente feliz. ¡Cuánto se puede hacer con una simple conversación! Decidí, a partir de ese momento, que pasaría con él cada día un rato. Además, me metí en su piel: a mi también me gustará que alguien se interese por mí cuando ya nadie lo haga.