V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El juicio

María Álvarez Romero, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

–Hagan subir al estrado a la acusada.

Las puertas del juzgado se abrieron y una chica entró acompañada de dos policías. Avanzaba a paso lento y cabizbaja, arrepentida de sus delitos. Sus acompañantes la tenían fuertemente sujeta del brazo, a pesar de que no mostrase signo alguno de querer escapar. Tras realizar los juramentos reglamentarios, se sentó y miró a su derecha, donde debería estar su abogado. Pero no había nadie que postulara a favor de su defensa.

–Se le acusa de haber rechazado los cuidados de sus padres, a pesar de que ellos los realizasen de corazón –dictaminó el juez–. ¿Cómo se declara?

La sala permaneció en silencio durante unos instantes, hasta que respondió la chica:

–Culpable.

–También se le acusa de responderles con palabras malsonantes que han llegado a herir los sentimientos de las víctimas –hizo una pausa para beber agua y siguió–, siendo usted consciente de dichos daños psicológicos. ¿Cómo se declara la acusada?

Los presentes la miraron expectantes. Ella suspiró y, con los ojos cerrados debido a la vergüenza, se declaró culpable. Las personas que la rodeaban la miraron con desprecio. Sus amigos y familiares presentes en el juicio, agacharon la mirada, dolidos y engañados.

El juez la miró por encima de sus gafas de pasta y continuó.

–Asimismo, ha sido acusada de haberles recordado varias veces sus errores, para después echarles en cara haberse convertido en los peores padres del mundo. ¿Cómo se declara?

La chica miró a sus conocidos. No podía mentir; se encontraba bajo juramento.

–Culpable.

La sala estalló en quejas y gritos. Los policías que la acompañaban se enderezaron, preparados para un posible motín, al mismo tiempo que el juez golpeaba con la maza la mesa, en un intento de imponer el orden. Cuando por fin el juzgado se calmó, el magistrado negó con la cabeza y volvió a tomar la palabra.

–A pesar de que ha cometido más delitos –explicó–, no continuaremos el juicio, ya que usted se declara culpable y carece de abogado. Así que, finalmente, la declaro...

Las puertas de la sala se abrieron de golpe y dos voces exigieron de que detuviera el juicio. La chica miró por encima del hombro y los ojos se le llenaron de lágrimas. Sus padres corrían hacia ella a través del pasillo. Su madre la abrazó fuertemente y le besó el cabello. Su padre la apretó contra el pecho y miró directamente al juez.

–Mi mujer y yo no hemos presentado ninguna denuncia –reclamó.

El juez rió sarcásticamente.

–Pero es que ustedes no han sido los únicos testigos del comportamiento de su hija. Varios de sus vecinos y conocidos dan prueba de ello.

La chica escondió la cara y sollozó.

–No nos importa –respondió la madre–. Es nuestra hija y no le deseamos ningún mal, aunque ella nos lo haya podido causar a nosotros.

La chica miró a su madre, aun con lágrimas en los ojos.

–Perdón, mamá. De verdad, perdóname...

–Tranquila –susurró dulcemente–. La adolescencia es la única enfermedad que cura con el tiempo.