I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El mar de nubes

Miguel Díaz 16 años

                 Colegio Parque, Galapagar (Madrid)  

     Poco a poco el tren se escucha con mayor claridad: su insistente pitido y el característico deslizarse de la locomotora son cada vez más fuertes. De repente, como si apareciese de la nada, el tren se deja ver tras una curva, envuelto en una gran humareda de color gris.

     Los pasajeros que esperan en la estación comienzan a despedirse de sus acompañantes. Cuando el tren por fin se detiene, se produce un gran ajetreo en los andenes de la pequeña estación. En pocos minutos, la locomotora se pone de nuevo en marcha. La estación se va quedando vacía, aunque hay un joven con sombrero, gabardina y con dos maletas a sus pies que no parece saber donde está. Acaba de bajar del tren. Parece esperar a alguien, pues mira hacia todos los lados. Se le acerca un hombre de aspecto descuidado y robusto.

     -Hola -le dice con inseguridad- ¿Miguel Cueto?

     -Sí, soy yo.

     -Antonio -le tiende la mano-, vengo de parte del ingeniero González. Le voy a llevar hasta Potes.

     -¿Sabe cuando llegaremos? -pregunta Miguel con tono cansado.

     -Pues…-Antonio parece dudar, es un viaje largo.

     Miguel asiente con la cabeza y los dos se acercan a un viejo camión aparcado bajo el nombre de la estación, “Vado-Cervera”.

     En el camino se sucede algún que otro pueblo. Todos ellos parecen deshabitados, aldeas fantasmas. La carretera está llena de curvas y no deja de subir constantemente, pero el paisaje es increíble: valles verdes muy profundos, poblados de árboles, parecen lugares fríos y solitarios, pero eso a Miguel le reconforta

***

     Miguel Cueto era un ingeniero de minas de Madrid, donde había estado viviendo hasta ese momento y donde había estudiado su carrera. Era joven, alto y fuerte, por lo que su presencia destacaba, también era una persona tímida, callada, que podía pasar desapercibida. Se trasladaba a los Picos de Europa para realizar su primer trabajo en la empresa Providencia, donde, con otro ingeniero más experimentado, iba a efectuar comprobaciones y demás trabajos en las minas, situadas entre las escarpadas cumbres de la cordillera cantábrica, donde se extraen zinc y otros metales.

***

     El camión se acerca a lo alto del puerto, desde donde se aprecia una vista increíble. Miguel se queda maravillado con lo que tiene ante sus ojos: al fondo se divisa toda la cordillera de los Picos de Europa, de color naranja por la posición del sol, acariciada por alguna nube de tono rosáceo. Donde se encuentran, comienza un largo y profundo valle, con algún pueblecito en sus laderas y que parece terminar bajo la mole anaranjada de los Picos. Es una visión completamente nueva para Miguel, que se encuentra impresionado.

     Comienza a oscurecer, y el camión se aproxima ya a su destino: Potes, capital del valle de Liébana. El camión se detiene frente a la iglesia y por fin, tras un largo viaje, los dos hombres se bajan y se dirigen a un grupo de personas. Uno de ellos se acerca a Miguel:

     -Miguel Cueto, ¿verdad? Soy el señor González.

     Se produce entonces un gran número de presentaciones y, tras una breve charla sobre lo que a Miguel le espera, todos se suben a los coches y emprenden la marcha.

     En poco tiempo llegan a su destino, un pequeño pueblo formado por cinco o seis casas, cuatro de las cuales son posadas.

     Tras una copiosa cena se produce una prolongada sobremesa en la que se cuentan varias historias de la zona, sobre lobos, fantasmas y otras leyendas. El ambiente es agradable - parece que se conozcan de toda la vida - bajo una suave luz y el humo de tabaco.

     Al día siguiente, tras un abundante desayuno, los hombres suben de nuevo a los viejos todo terreno e inician un nuevo viaje, que resulta algo incómodo. Se atraviesa una carretera llena de curvas y luego un difícil camino que se cuelga de las escarpadas paredes de los Picos, volviéndose muchas veces tan estrecho que casi no caben ni los coches.

     Finalmente, los todo terreno, que han hecho honor a su nombre, llegan a las minas. El paraje y las vistas que tiene el lugar son increíbles.

     Ya en los alrededores de las minas se producen más saludos y presentaciones con nueva gente que le enseñan a Miguel la zona donde trabajará y vivirá.

     Miguel piensa que lo primero que hará, en cuanto tenga tiempo, será escalar las cumbres para admirar las vistas. Le gusta andar, le gusta el lugar y por ello no se resistiría a perderse el misterio de las montañas.

     Trabajar aquí no fue demasiado duro para Miguel. El único problema eran las grandes caminatas entre las rocas, pero eso era algo que le gustaba. Aprovechaba cualquier momento libre para asomarse a los barrancos. Su trabajo transcurría a veces en el interior de las minas, en las pequeñas y agobiantes galerías constantemente mojadas y oscuras En esos momentos Miguel se sentía como un prisionero. Se agobiaba, quería salir, no lo soportaba, pero era su trabajo y no podía dejarlo. La sensación de agobio de las minas se compensaba con las vistas de las cumbres. Todo lo iba anotando en un pequeño cuaderno que siempre llevaba encima. En él describía lo que veía, lo que le inspiraba el paisaje. Le gustaba leerlo al llegar el final de la jornada.

     Una tarde Miguel decidió subir a uno de los picos que se asoman a los valles, con paredes verticales sobre las minas, para contemplar allí un atardecer. Sin preámbulos comienza a ascender por la pared menos escarpada. Al llegar a la cima se queda maravillado por los montes que se ven desde allí hasta la costa, que se distingue al fondo entre el cielo y las montañas: el mar Cantábrico, con su fuerte color azul, inmenso, lejano…

     El tiempo pasa y el sol va bajando, alargando las sombras, y las nubes, que antes tapaban algunas de las cumbres más altas, comienzan a descender por las laderas como si fuese agua deslizándose por un turbulento río.

     Miguel comienza a escribir a toda velocidad en su cuaderno de notas para describir aquella visión:

     “Las grandes y escarpadas montañas del norte, en las que los caminos se convierten en estrechas sendas que zigzaguean por las laderas, con afán de llegar a lo más alto y seguir hasta un pequeño pueblo que se ve a lo lejos, como colgado del cielo o pegado a las casi verticales paredes, desafiando la gravedad. Las nubes cubren las cimas y entonces, lo que antes eran afiladas rocas ahora desaparecen ocultas por un inmenso mar blanco que tiene como islas a las altas cumbres. El que lo presencia se siente aislado en una ínsula, rodeado a su vez de otras más pequeñas y entonces, de la montaña se pasa a un archipiélago formado por rocas y más rocas que con el sol del atardecer adquieren un fuerte color rojo. A medida que las sombras se alargan, los colores aumentan en viveza, hasta desaparecer finalmente en la oscuridad de la noche, en la que se pueden ver todas las estrellas es una visión que nos atrae de forma inimaginable, que hace que creamos que nos podemos lanzar desde la cima de la montaña para caer al mar Cantábrico”

     Miguel no puede apartar la vista de la imagen, que le atrae con muchísima fuerza. Siente que es incapaz de controlarse. Quiere lanzarse, bañarse y nadar. Las nubes parecen atraerle al vacío, los colores del paisaje se confunden y Miguel cree ver ahora un inmenso mar, azul oscuro, con olas que van de un lado a otro, olas espumosas que chocan contra las laderas de las montañas que se han convertido en escarpados acantilados. El color del agua es atrayente, incita a bañarse. Miguel se levanta y comienza a andar como desconcertado, poseído por una fuerza que viene del mar, hacia el borde del precipicio, con los ojos desorbitados, en los que se refleja el color del mar azul oscuro con el blanco de las espumosas olas. Miguel se dirige al borde del acantilado se siente maravillado por su situación privilegiada, de las altas cumbres de los Picos de Europa a los escarpados acantilados del mar Cantábrico. Quiere tirarse al agua, se siente poseído por el mar. Finalmente se para en el mismísimo borde y se deja caer al vacío hasta desaparecer en el blanco de las nubes.

     Nadie supo nada de él, no le encontraron. Solo se halló su cuaderno en la cima de la montaña, con sus últimas anotaciones:

     “Es un poder de atracción inimaginable: el paisaje se ha convertido en un mar plagado de pequeñas islas, es un mar azul oscuro con blancas y espumosas olas. Sopla una suave brisa que parece dominarlo todo y sólo se escucha el batir de las olas contra las rocas. Se entreven los destellos plateados de los peces bajo el agua. Es un lugar donde reina la calma. Es algo precioso, inefable, no encuentro palabras…”

     Nadie supo explicar lo que le pasó. La gente de los pueblos decía que había sido la niebla, que se lo había llevado, que le había dominado frente a aquel maravilloso paisaje. Algunos decían que todavía merodeaba por el lugar, siempre con su cuaderno en las manos intentando dibujar lo que veía; otros preferían la idea de que su espíritu estaba todavía en la cumbre desde donde desapareció; que se volvió loco y volvió a Madrid...

     Se formaron miles de leyendas en torno a este suceso, cada una diferente dependiendo de la zona o las gentes. Sin embargo la mayoría pensaban que se lo llevó el mar de nubes…