XVII Edición
Curso 2020 - 2021
El matador y la muerte
Felipe Gabriel Beytía, 16 años
Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa, Perú)
Luis Montes se despertó, confundido, en medio de la plaza. Al ponerse en pie descubrió un pequeño charco de sangre en la arena al tiempo que escuchaba un rumor de pánico que recorría los tendidos. Volvió el rostro y vio a sus compañeros, que llevaban su cuerpo en volandas hacia la enfermería, donde los doctores le aguardaban con gesto de preocupación. Por un momento creyó que estaba soñando o que había enloquecido. No entendía qué había ocurrido para que él mismo se hubiese desdoblado: por un lado, el torero que permanecía en el ruedo; por el otro, el torero al que conducían a la enfermería.
De pronto vio a una hermosa mujer, de cabellos albinos y piel suave, cubierta por un manto negro, que se acercaba a él.
–¿Quién eres? –le preguntó.
Luis Montes se había percatado, con asombro, que los espectadores no podían verles.
–La muerte.
–Pero, no puedo irme aún. ¡Todavía no estoy preparado! Además, tengo toda mi carrera de torero por delante.
–Lo siento. Vengo a buscarte.
–Pero si el toro solo me dañó la cadera… El cuerno apenas se enterró aquí –buscó la herida, pero de ella no quedaba rastro.
–¿Te das cuenta?... Has muerto.
–Por favor… ¬–unió las manos junto al rostro– Si me das un poco más de vida haré lo que me pidas. Si quieres, te dedicaré todas mis faenas; lo juro.
La muerte, que estuvo a punto de rechazar aquel ruego, fue violentamente arrojada hacia atrás.
Luis Montes despertó bruscamente en la enfermería. Los doctores se miraron unos a otros, sorprendidos y aliviados.
–Ha respondido a la reanimación –comentó el cirujano.
–Estos toreros son de una pasta especial.
Aquella noche la muerte se le volvió a aparecer para recordarle la promesa que le había realizado.
¬–¡Malditos médicos! –suspiró la mujer–. ¿Por qué tendrán que intervenir para dificultar mis planes?
Luis Montes apenas necesitó un par de meses para torear de nuevo. Eso sí, jamás se atrevió a hablar con nadie de su experiencia paranormal. Los periódicos alababan la habilidad de los cirujanos que le atendieron y su rápida recuperación. No sabían del pacto del matador con la muerte, que cada tarde que actuaba se sentaba en la barrera. Montes le entregaba su capote de paseo, con un gesto gentil, e incluso le brindó algunas de sus faenas, algo que los espectadores no entendían, ya que le veían dirigirse a una localidad vacía.
–La cornada le ha vuelto loco –comentaban entre sí sus compañeros.
Una tarde en la que una niebla inesperaba cubrió la plaza, salió de los toriles un burel que daba miedo al miedo. Incluso la muerte, que otra vez contemplaba la corrida desde primera fila, se asustó. Luis Montes se percató de que los pitones de su enemigo estaban abrazados por alambres de púas, pero no retrocedió. Abrió el capote, citó al animal y se lo pasó, una y otra vez, por la cintura. La mujer albina le contempaba con ojos de admiración. Con los meses, el lazo entre ambos se había hecho cada vez más fuerte.
La muerte pasaba todas las mañanas por el hospital para recoger el alma de quienes perdían la vida. No contaba con que un día, al volver a la casa de Montes, vería al matador subir a un camión junto a otros hombres, todos vestidos con uniforme militar de color azul.
La mujer buscó al matador por todo el país. Cansada, una tarde se recostó en un árbol. Al despertarse el cielo estaba oscuro, los campos grises y el árbol negro como un tizón. Miró a ambos lados, pues había creído oír la voz de Luis. Provenía del Norte, hacia donde se dirigió con la esperanza de encontrarlo.
–¡Gas tóxico! –gritó un soldado.
Voces de dolor y agonía inundaban el campo de batalla. La muerte buscó de entre los cadáveres, pero ninguno correspondía al torero. Unos sujetos con máscaras y uniformes verdes se acercaban desde el Sur.
–No quiero a ninguno vivo –ordenó uno de aquellos enmascarados.
Desde el Norte, los hombres de azul se enfrentaron a los de verde.
–Muévanse, montón de desgraciados… ¿Acaso querían vivir para siempre?
Sonaban disparos y la sangre volaba por los aires. En la refriega, la mujer recibió un fuerte golpe de culata y cayó inconciente al suelo. Al volver en sí, todo estaba sereno. Eran tantos los cadáveres que no los pudo contar.
–Nunca pensé que pasaría algo así –le dijo el matador a uno de los enmascarados. Ambos estaban moribundos, en el centro de un enorme agujero practicado en el suelo por un explosivo.
Su enemigo, por la forma en la que colocó sus manos, le hizo entender que le pedía agua. El torero le entregó su cantimplora, pero el enmascarado murió antes de abrirla. Montes alzó la mirada y la cruzó con la de la muerte. Se sonrieron. Los ángeles batían las alas al llevarse a los muertos.
–Estoy listo.
La mujer le acercó los labios para darle el beso definitivo, pero entonces volvieron a arrojarla violentamente hacia atrás.
–¡Está vivo!
Pusieron a Luis Montes en una camilla y se lo llevaron mientras la mujer lo contemplaba.
–Malditos médicos –rezongó con un sollozo – ¿Por qué tendrán que intervenir para dificultar mis planes?