I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El mayor regalo de Navidad

Beatriz de los Mozos, 13 años

                 Colegio Alcaste  

     Lucia estaba tumbada en un diván, esperando que le sirvieran el desayuno. Era una niña cristiana en tiempos de la antigua Roma. Aquel año, el emperador había prohibido la celebración de la misa y cualquier otro acto de culto o piedad entre los seguidores de Jesús el Nazareno, como la celebración del cumpleaños del Mesías, conocida ya como Navidad. Los cristianos debían tener mucho cuidado, porque si eran descubiertos dando culto a Dios, eran obligados a renegar de su fe. Si no lo hacían, se les enviaba a los circos y allí les devoraban las fieras para divertimento del vulgo, que lo pasaba en grande con semejantes atrocidades.

     El padre de Lucia era buen amigo del emperador. No estaba contento con aquellas creencias de sus mujer y sus hijos, ya que eran peligrosas. Él era un gran estratega. Debido a su valor en el campo de batalla fue recompensado con un enorme latifundio muy rico en centeno y otros cereales, que le convirtieron en un hombre acaudalado y poderoso.

     Se acercaba la Navidad y en la casa de Lucia la alegría se hacía notar. Todos estaban muy ocupados en engalanar la villa. El hermano pequeño de Lucia, Teodoro Lucio, tallaba unas figuras muy bonitas en madera que se asemejaban a lindos pastorcitos que, con sus ovejitas, iban a adorar a Jesús recién nacido. Agripina, su madre, confeccionaba bolas de colores, espumillón con el raro algodón obtenido en la lejana India y estrellas con láminas de oro. Incluso a Lucia se le había ocurrido traer un pequeño abeto para acompañar al Nacimiento que, en honor a la ciudad donde nació el Salvador, llamaron Belén. Los criados iban de un lado a otro y Lucia y Teodoro no daban abasto con tantas figuritas.

     Lucio quería que, a medida que avanzara el tiempo, las figuras representaran una escena diferente, de forma que primero se representase la Anunciación, luego la Visitación, posteriormente la llegada a Belén de la Sagrada Familia y, por último, el Nacimiento de Jesús y la Adoración de los pastores y los Magos. La idea resultaba un tanto difícil, pero con ayuda de Salim, un esclavo muy hábil proveniente del norte de África, las dificultades fueron superadas con éxito. El principal problema era que no sabían las fechas exactas de la adoración de los pastores y los Magos. Solo conocían la fecha del Nacimiento de Jesús y que un ángel avisó a los pastores y una estrella guió a los Magos hasta Belén. Por eso decidieron que los Magos fueran a adorar al Señor después que los pastores, y pensaron que la mejor fecha sería la noche del cinco de enero, en la que, para hacerlo todo más divertido, se les ocurrió elaborar regalos y repartirlos ese día , en conmemoración a las ofrendas de los sabios a Jesús.

     La noche anterior al gran día, Lucia no lograba dormirse a causa de los nervios. Repasó todo mentalmente: la comida, los adornos, la escena del Belén ya colocada, el árbol navideño, los regalos... De repente se percató que faltaba algo muy importante: ¡No tenían ningún regalo para Jesús! Salto de su lecho intentando no despertar a su hermano, corrió por el largo pasillo y entró en la estancia donde se encontraba el Belén. Se sentó en el suelo y se puso a cavilar. Debido al viento, las campanas de oro de la iglesia del Belén comenzaron a tañer dándole un susto. En aquel momento le vinieron a la cabeza las canciones que entonaban en las catacumbas durante la celebración de la Santa misa. Se le ocurrió que su regalo podría ser una canción. No era un buen regalo pero serviría. Empezó a pensar y cantó quedamente: “ Belén, campanas de Belén...., que los ángeles tocan y nosotros también”. Muy contenta siguió pensando más canciones para Jesús. “Al fin y al cabo, es un niño pequeño y no le puedo cantar cualquier cosa. Tiene que ser algo bonito y que le guste a sus padres.” “Campana sobre campana, y sobre campana una...” Así se pasó toda la noche, ideando villancicos para sorprender a Jesús.

     Al día siguiente, Lucio, a petición de su mujer, invitó a numerosos cristianos de diferentes clases sociales. En su casa se celebró una misa donde participaron hasta los niños. Después hubo un gran banquete con dulces, cordero y otros manjares que hicieron las delicias de los presentes. Al fin llegó el momento que todos esperaban: contemplar el Belén fabricado con tanto esmero por los más pequeños de la casa, a pesar de que habían contado con alguna que otra ayuda.

     Nada más entrar en la sala, el público quedó maravillado de la belleza y el fervor con el que estaban hechas las figuras, destacando entre ellas la Sagrada Familia, confeccionada en un tamaño más grande para que sobresaliera de las demás. Al lado del Belén se encontraba el pequeño abeto, que había sido adornado primorosamente por Salim la tarde anterior. En aquel momento, la poderosa voz del esclavo retumbó sobre todas las otras entonando: “Campana sobre campana, y sobre campana una...” Y así, una tras otra, fue entonando todas las canciones creadas la noche anterior por Lucia, acompañado cada vez por más gente.

     Fue entonces cuando irrumpieron en la estancia un regimiento de soldados. Les rodearon, amenazándoles con sus lanzas. El emperador entró en la casa, sin dignarse a mirar siquiera a su amigo y estratega. “¿Qué ocurre aquí? Me han llegado rumores de que se estaba celebrando una reunión cristiana. ¿Es eso cierto Lucio?”, inquirió mirando por primera vez a su alrededor. Distinguió el Belén alumbrado por unos grandes cirios y, al ver las figuras que lo adornaban, afirmó: “No necesitas responder. Yo mismo lo estoy viendo. ¡Qué uno de los mejores combatientes que ha tenido Roma se rinda a la religión más aberrante que pueda existir, que niega la divinidad del emperador asegurando que hay un solo Dios...! ¡Destruid esa maqueta!”

     “Tu no conoces nuestra religión”, se escuchó una vocecita temblorosa por encima del tumulto de los guardias mientras demolían el precioso Belén. Como vio que el emperador no le respondía, se abrió paso entre la gente y tiró de su largo manto. “Tú no conoces nuestra religión”, repitió. Constantino la observó extrañado, pues era capaz de enviarla al circo o meterla en la cárcel. “¡Cómo te atreves...!”. Se había hecho silencio y todos rezaban para que Lucia actuara con sensatez. “Me atrevo porque hablas por hablar. No puedes decir que algo es aberrante sin antes conocerlo. Nuestra religión no prohíbe obedecerte, salvo que nos obligues a adorarte, porque adorar a un hombre es como adorar al sol, que no siente oye ni piensa, que no ama. Nosotros adoramos a un Dios que se ha hecho persona y nos quiere tanto que, incluso, ofreció su vida para salvarnos. Tan grande es su bondad que también te quiere a ti como a su propio hijo, a pesar de tus crímenes contra el hombre y la Verdad. Él, a cambio de su amor no te pide nada. Dale algo tú”. Constantino se quedó confuso y susurró: “Vámonos”.

     Aquella noche Lucia soñó que Jesús le decía, muy contento: “El regalo que me has hecho supera con creces todos los que me han entregado en mi larga existencia. Gracias a tu valor y a tu fe, has convertido a todo un imperio”.

     A la mañana siguiente, Lucia se levantó y fue a ver lo que había quedado del Belén. Descubrió que Salim y Teodoro lo habían recogido, pero en el suelo habían olvidado la pequeña figura que representaba al niño Jesús. La cogió y, al ir a ponerla en el pesebre, tuvo la impresión que le guiñaba un ojo.