I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El mejor examen de mi vida

Isabel Arias, 17 años

                   Colegio Virgen de Atocha, Madrid  

     <<¡Hasta siempre España! ¡Hasta siempre, tierra de María!>>. Cuando oigo estas palabras, me vienen recuerdos de la primera vez que vi a Juan Pablo II en persona. Me remonto al año 2002, cuando hice mi primer viaje a Roma. Después de aquella impresión, volví a verle en la visita que realizó a España un año después. Asistí en Cuatro Vientos al encuentro con los jóvenes. Nunca pude imaginar el amor que llegaría a producirme su persona y su mensaje. Mi vida se paró en seco durante aquellos días. Y ahora también, porque fui a Roma el 8 de abril de 2005.

     Aquel nublado sábado en que se anunció la muerte del Papa, yo me encontraba en Toledo. Un grupo de amigos nos habíamos reunido para dar testimonio de nuestra fe cuando nos enteramos de la noticia. Pusimos la televisión y empezamos a ver las imágenes de Roma. No intercambiamos muchos comentarios, pero todos sentíamos inmensas ganas de estar allí, en la plaza de San Pedro, corazón de la cristiandad. Aquella noche no pudimos ir a Colón, donde miles de personas se juntaron para orar. Sólo planeamos acudir a la vigilia de jóvenes que ese lunes se celebraría en la catedral de la Almudena. Allí bromeábamos con la utopía de realizar un viaje relámpago a Roma. Hicimos planes de autobuses y dormir al raso. Sin darnos cuenta, las bromas comenzaron a hacerse realidad cuando una amiga nos ofreció ir. Debíamos darle una respuesta de inmediato.

     Cuando me quise dar cuenta, salíamos de Madrid a las seis de la tarde del miércoles, con un examen de matemáticas el mismo viernes del funeral. Dejaba momentáneamente las obligaciones típicas de una alumna de 2º Bachillerato. Nos esperaban veinticuatro horas de carretera repletas de canciones y rezos que hacían presente a Juan Pablo II, el único Papa que los jóvenes hemos conocido. La llegada a la Ciudad Eterna, entre cientos de autobuses, la mayoría polacos, fue impresionante. No tuvimos tiempo de pasar a la capilla ardiente. Por estar alojados lejos del Vaticano, tuvimos que decidir si coger el ultimo autobús de la noche o el primero de la mañana. <<Ya que hemos llegado hasta aquí, pasaremos la noche en San Pedro, con la esperanza de coger un buen sitio, aunque sea lejos. Nos conformamos con ver la cúpula del Vaticano”.

     Y así fue. Dormimos en la calle envueltos por el frío húmedo del Tiber. También hicimos una larga y paciente cola tras unas verjas que nos impedían el paso a la Vía de la Conciliazione. A las seis y media de la mañana, entre codazos y empujones, accedimos a la calle principal y contemplamos de fondo la Basílica. No nos lo podíamos creer, pues avanzando poco a poco con la masa, llegamos junto al famoso obelisco. Había gritos dirigidos al Papa en todos los idiomas, cantados y acompañados por aplausos y lágrimas de pena y emoción.

     Comenzó la misa y Roma se emergió en un profundo silencio. Las palabras del que en unos días sería Benedicto XVI llegaban a todas las plazas de la ciudad, a todos los rincones del planeta. Empecé a recordar a todo aquel me que pidió dejar un saludo para el Santo padre, haciendo presente también a mi familia, a mis amigos, a mi examen de matemáticas que tiempo antes temía y al que en ese momento se enfrentaban mis compañeros de clase. Según pasaba la mañana, el cansancio empezó a pesar en nuestros ojos. Aun así, entre aplausos, voces y momentos emotivos, me convencí de que el viaje había merecido la pena.

     Acabó la misa y colocaron el ataúd del Papa mirando al público, en una despedida final. Todos alzamos los brazos y movimos la mano para despedir a Juan Pablo II, como si de un amigo íntimo se tratase. Se marchaba nuestro padre, aquel que de la mano nos había acercado a Cristo sin miedo, y nos había acercado también a María. No pude contener las lágrimas. No sabría definir si eran de tristeza, de amor, de alegría o de un poco de todo. Ahí es cuando me di cuenta de que el Papa había conseguido entrar en mi corazón. Me sentía con la filial obligación de acompañarle en su viaje mas importante.

     El viaje de vuelta fue un momento de reflexión. Apenas habíamos estado en Roma veinticuatro horas, pero la intensidad de lo vivido nos pedía recapacitar. Volvieron las canciones, las oraciones, los momentos de sueño..., e incluso intenté estudiar los exámenes. Juan Ramón Jiménez se me hizo un poco pesado e incluso llegué a soñar con la Generación del 27. Sé que aún no podía digerir aquello de lo que fui testigo.