V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El metro

Mercè Raventós, 18 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Los peldaños de la escalera del metro me resultaron esta vez más altos.

-Será que te han encogido las piernas, taponcete.

Estuve a punto de devolverle el piropo a mi hermano con otro todavía más bonito, pero pensé que eso era precisamente lo que él esperaba de mí y pude gozar del agradable placer de no discutir con él durante unos segundos.

Al final de las escaleras, un tipo no muy sobrio me lanzó un:

-¿Qué pasa, monada?

Primero me asusté y luego me sonrojé al comprobar que, a pesar de todo, mi hermano me defendía ardoroso. Por eso, fue grande mi felicidad al ver que, en el fondo, mi hermano me quiere.

Dejamos atrás al borracho y subimos al vagón. Esta vez no iba especialmente lleno, con lo que pudimos sentarnos juntos. No sirvió de mucho: mi hermano sacó su i-pod y lo puso en marcha, haciéndome llegar el arañazo de los decibelios. Me hice entender con la mirada y, tras un leve gesto, pude relajar el tímpano.

Fue entonces cuando comencé a repasar mis apuntes de Filosofía. El profesor Alejandro Llano, pluma insaciable y capitán de batallas en la guerra que había establecido a principio de curso con la asignatura, hablaba del modo de conseguir la excelencia, la “vida lograda”. Sus argumentos sólidos no parecían acordes a la realidad que me rodeaba...: el anciano que tenía en frente se había quedado dormido y sus ronquidos no inspiraban mucha excelencia; un poco más lejos, una chica se maquillaba. “Quizá, al final del trayecto habrá logrado ocultarse el prominente grano”, pensé. Seguíamos sin poder hablar de vida lograda... Me vino de nuevo a la cabeza el chico ebrio del andén y sentí pena por él; finalmente me bastó mirar a mi hermano: “Sí, querida, te unen lazos familiares con este embobado que se taladra la cabeza con esa espantosa música”.

¡Menudo contraste! Mientas Llano pretendía cultivar el espíritu, la chica se ponía más y más pote. Llano habla de conseguirlo a través del arte, la música…, ese ruido que seguía horadando el cerebro de mi hermano. Mientras, don Alejandro recordaba lo que nos diferencia de los animales, los ronquidos del anciano no cesaban y cada vez su semblante me recordaba menos al de un humano.

Lo definitivo fue la entrada, en la siguiente parada, de un malote ligero de educación y también de cinturón, a juzgar por el parabólico descenso de su pantalón, que mostraba unos calzoncillos de marca. Iba comiendo pipas, cuyas cáscaras echaba en el suelo del vagón.

-¿Qué dices a esto, eh, profesor Llano?

Sorprendentemente, el filósofo tenía la respuesta: cada acto que sigue a otro sirve para la configuración de un hábito. Si se tiende al bien, con dichos actos -a base de esfuerzo- construimos una virtud. Del modo contrario, aparece el vicio. ¡Eureka! ¡Qué poco esfuerzo cuesta disparar cáscaras al vuelo o conectar un auricular. Al igual que me estaba costando mucho concentrarme en el estudio, era arduo para la chica del grano maquillarse bien. En su esfuerzo estaba el resultado: un rostro bonito o yo misma dialogando con el filósofo. También, si continuaba con el esfuerzo de morderme la lengua, pude comprobar que mi hermano me había defendido del peligro y que el malote pipero acababa de cederme el paso a la hora de bajarme del metro. Curiosa caballerosidad que me lleva a no juzgar las apariencias y darle la razón al maestro en eso de que “la virtud debe empezar observando la virtud ajena”.

Y es que el metro puede convertirse en una escuela de Filosofía.