I Edición
Curso 2004 - 2005
El nacimiento de Marina
Isabel Echaniz, 12 años
Colegio Ayalde, Lejona (Vizcaya)
Era dos de enero de 2005. Mis hermanas, al igual que yo, estaban muy nerviosas. Mi madre iba a tener un bebé y acababa de romper aguas. Todas decíamos cosas divertidas para ahuyentar el aire tenso que se había formado en la sala en la que estábamos sentadas.
Mi madre había preparado, tres días antes, sus cosas para ir al hospital de Cruces. Tenía su maleta llena de pañales, toallas y ropa de bebé. Mi padre la había cogido, pues a mi madre no le convenía llevar cosas pesadas. Antes de que mi madre se levantara de la cama, porque tenía gripe, ya había llegado mi tía Nieves. Mi padre le había llamado por teléfono.
Nieves ayudó a mi madre a levantarse mientras mis hermanas y yo, bajo el mandato de mi padre, veíamos la televisión con poco entusiasmo. Yo me revolvía en el sofá, presa del pánico. Pensaba cosas horribles que les podrían pasar a mi madre y a mi nueva hermana.
Poco tiempo después de que mi madre se levantase de la cama con los ojos rojos y la voz ronca, llegaron mis primas y mi tío. Se sentaron con nosotras. Intenté parecer alegre y despreocupada, pero no lo conseguí, pues Leyre, la mayor de mis primas, y de mi edad, me preguntó:
-¿Te pasa algo, Isabel?
-No, nada- mentí.
Mis padres se despidieron con gesto cansado. Por poco se me saltan las lágrimas que había estado reteniendo desde que mi madre rompió aguas. Me despedí de ellos con un <<adiós>> seco.
Mis tíos esperaron a que mis abuelos llegasen, pues íbamos a ir con ellos a su casa. Cuando llegaron los abuelos nos fuimos en su coche rojo. Todos íbamos en silencio excepto el abuelo, que es muy charlatán, y nos decía que rezásemos para que el bebé naciese bien. Llegamos en dos minutos y como era la hora de comer, preparamos la mesa en el salón.
Después de comer, sentada en el sofá de los abuelos, miraba al televisor y a la vez rezaba en voz baja. Poco después, mi padre llamó desde el hospital para decirnos que no nos preocupásemos porque mi madre estaba bien.
A las seis merendamos. No tenía mucha hambre, pero comí. Poco después, mi padre volvió a llamar para decirnos que mi madre ya había entrado en el paritorio y que el parto iba a ser un poco lento. Cada vez estaba más nerviosa.
Los abuelos nos dijeron que deberíamos salir, porque llevábamos toda la tarde pegadas al televisor. Me vendría bien el viento fresco de la calle. Mis hermanas tuvieron que ceder, pues no se podían quedar solas en casa si yo no estaba. Nos pusimos las botas y salimos a la calle.
La abuela nos dio la paga y compramos unas gominolas. Nos las comimos en la calle de camino hacia la iglesia de San Ignacio. Había columpios, pero era bastante tarde y decidimos volver a casa.
Ya en casa de los abuelos, la abuela nos anunció que mi padre le había llamado y que debíamos quedarnos allí a dormir. El abuelo me dijo que tenía que acompañarle a nuestra casa para coger las cosas que necesitábamos para pasar la noche.
Metí en una bolsa los pijamas, en otra las zapatillas y en otra (según decía el abuelo), las cosas de lujo (peluches, vídeos y otras cosas). También nos llevamos una cazuela con las lentejas que había preparado mi madre esa mañana, para comer al día siguiente, porque si no se iban a estropear.
Cenamos una empalagosa tortilla de patata comprada en el supermercado. Nadie hablaba. Ni siquiera el abuelo. Entonces, en el silencio más absoluto, sonó el teléfono. Todos nos apresuramos a cogerlo, pero el primero que llegó fue el abuelo. Estuvo tres minutos hablando, y cuando colgó, en su cara brillaba una sonrisa de satisfacción. Nos dijo:
-Marina ya ha nacido. Vuestra madre está perfectamente- y al decir esto, todas nos pusimos a dar saltos por la cocina.
Los abuelos nos dijeron que nos sentásemos en la mesa y que siguiésemos comiendo la tortilla. Yo me había golpeado el codo contra la mesa pero no me importó. Estaba feliz. Pensé que ya no tendría ninguna preocupación. Mi madre y mi hermana estaban bien. Todo lo demás me daba igual
Me acabé la tortilla con entusiasmo. Ya no me parecía empalagosa. Ahora pensaba que era la tortilla más rica del mundo. Tan contenta estaba, que repetí.
A las doce aún no me había dormido, pensaba que estaba viviendo un sueño. Alguien tocó el timbre. Me dirigí con mis hermanas al hall. Allí estaba mi padre con los abuelos.
-Pensábamos que estaríais dormidas, es muy tarde- pero no les hicimos el menor caso y empezamos a bombardearle con preguntas sobre la niña.
-Tiene el pelo negro y rizado y mamá dice que se parece a Elena. Pesa 3.360 y mide 50 cm. ¡No sabíais como buscaba la leche de mamá!- e imitaba al bebé poniendo los labios de forma que parecía que iba a besar algo.
-¿De qué color tiene los ojos?
Nos respondió con una sonrisa:
-Es muy pequeña todavía y no los ha abierto.
Mi padre se marchó y me dormí entre las sábanas recién lavadas que me había colocado la abuela. Soñé que iba a Cruces y me encontraba con Marina: ¡era monísima!
Al día siguiente, mi padre llegó antes de lo previsto. Nos preparamos y nos subimos a su coche. Por el camino, nos dijo que recordásemos que la habitación en la que se encontraba mamá era la 396.
Dentro del hospital había un árbol de Navidad al lado de las escaleras. Mi madre se encontraba en el tercer piso. Tocamos la puerta de color blanco, con los números 396 y entramos.
Allí estaba, tumbada en la cama. A su lado había una cuna de cristal, cuyo contenido era una maraña de mantas. Mi madre se alegró mucho al vernos. Moviendo la cabeza hacia el lado en el que se encontraba la cuna, nos dijo:
-Marina, está ahí.
Todas nos abalanzamos hacia la cuna y vimos a un pequeño bebé con la cara rosada y unas manos del tamaño de mi dedo índice. No tenía dientes y tampoco tenía mucho pelo en las cejas y las pestañas. Tenía los brazos colocados encima de la cabeza como si estuviera levantando unas pesas invisibles. Dormía con la cabeza ligeramente torcida hacia la derecha. Me pareció el bebé más bonito que había visto.