XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

El niño del cráter

Carmen Bilbao, 17 años 

Colegio Ayalde (Vizcaya) 

Una noche más salió con la caña de pescar y anduvo sin ánimo hasta uno de los cráteres de su planeta. Soltó el sedal, volvió la caña hacia su espalda y con un ágil movimiento de muñeca lanzó el anzuelo por el interior del abismo.

Se reclinó en el respaldo del cráter y cerró los ojos. Comenzó a pensar en las veces que había pescado algo. Su trabajo como pescador era el de atrapar los sueños de los niños y hacerlos realidad, costase lo que costase. Algunos sueños llevaban más tiempo que otros y el resulrado no siempre era inmediato.

Recordaba la vez en la que picó en el anzuelo el sueño de una niña que quería mudarse de vuelta a su ciudad de origen. No fue fácil: primero tuvo que conseguir que el padre de la niña perdiera su prestigioso puesto en la empresa, para que así se vieran obligados a regresar.

Su pesca nunca fue una labor sencilla. Con el tiempo comenzó a odiar la caña y las horas que pasaba sentado en el cráter. Algunas de las consecuciones de los sueños duraban meses, como aquella vez que ayudó a otra niña que no podía dormir sola por un absurdo miedo a los monstruos. Fue uno de sus trabajos favoritos y le animó a seguir cumpliendo su obligación.

Abrió los ojos; algo tiraba del sedal. Con miedo de lo que pudiera tratarse, comenzó a recoger el carrete. Cuando apareció el anzuelo, descubrió que de él colgaba una nota escrita a mano: «Desearía tener un amigo». Eran cuatro palabras con la caligrafía de un niño que hicieron que el corazón del joven pescador se encogiera. Había un pequeño que no tenía amigos que le hicieran compañía... Entonces cayó en la cuenta de que cuando su ocupación le parecía abrumadora, tampoco tenía a nadie a quien acudir. Así que, en un arrebato de emoción, volvió a lanzar la caña al abismo y se deslizó por el sedal hacia la Tierra.

Bajó en completa oscuridad hasta pasar un tramo de nubes desde el que distinguió las luces de la ciudad que se encontraba a sus pies. Continuó bajando hasta tocar tierra y un sentimiento de felicidad le invadió. Se dio cuenta de que se encontraba en el jardín de una casa y se asomó a la ventana. Dormía una chica de su edad a la que reconoció por el trazo de los dibujos que colgaban en la pared. Armado de coraje, golpeó los cristales con los nudillos. La muchacha se giró sobre el colchón, un tanto asustada al principio pero después le sonrió al reconocerle: llevaba años deseando que él volviera.

De repente el pescador recordó a la pequeña: hacía tiempo le había concedido un deseo, cuando lloraba en la penumbra de su habitación porque le daba miedo que sus padres la dejaran sola. Durante un tiempo, el pescador había bajado por el sedal todas las noches. Se sentaba a los pies de la cama hasta que ella se tranquilizaba y, al fin, sosegaba la respiración hasta quedarse dormida.

La joven corrió hacia él y lo abrazó. Ante aquel contacto, el pescador comprendió que, al fin, era un niño de verdad.