XVII Edición
Curso 2020 - 2021
El olor de las almas
Ángela Rojas, 17 años
Colegio Zalima (Córdoba)
Yo nunca había llegado a pensar que las almas tuvieran olor, pues no era de ese tipo de personas que creen en el más allá. La cabeza me da vueltas; me encuentro desorientada, pero por algún motivo estoy en paz. Supongo que me toca ser el narrador omnisciente de mi propia historia. Empecemos, pues:
Mi nombre es Laila, tengo diecinueve años y ... no hay mucho que contar sobre mí, salvo por lo ocurrido en estas tres últimas semanas. Hasta entonces mi vida era como la de cualquier adolescente: iba a clase, estudiaba, salía con mis amigos y vuelta a empezar. No obstante, todo ello se acabó cuando desapareció Isaac.
No pudimos salir a buscarlo debido a la fuerte tormenta que caía aquella noche, que borró su rastro. Desde entonces no fuimos los mismos; estábamos distantes entre nosotros.
Me obsesioné con la seguridad de que podría encontrarlo. Así que cada mañana me levantaba a las seis y, antes de ir a clase, salía a buscarlo por el pueblo. Por las noches me acercaba al bosque, por si pudiera haberse perdido allí. Nada. Durante dos semanas y media no encontré una sola pista. Sabía que no se había escapado, pues él no era así.
Después de tantos intentos, dejé de buscarlo. Me di por vencida, sin darme cuenta de que me había transformado en una desconocida para mi grupo de amigos, con los que ya no encajaba.
No he contado que comencé a notar un pinchazo en el corazón la noche en la que decidí acabar la búsqueda. Me inundaba la culpabilidad y no podía soportarlo. Sin embargo, debía pasar página antes de perderme a mí misma.
A medida que los días pasaban continué sintiéndome mal. Había dejado de ser yo. La desaparición de Isaac me había destrozado; me hundía en un lodazal de culpa. Dejé de ir a clase. Me había cansado de las continuas miradas y de los pequeños discursos en los que todos nos manifestaban cuánto lo sentían y cuánto echaban de menos a Isaac. La falsedad se estaba apoderando del espíritu de los estudiantes, pues ninguno de ellos lo había conocido como nosotros. Ninguno sufría por el hueco que oradaba nuestro corazón.
La primera en dejar de ir a clase, porque no soportaba más ese numerito, fue Ana, a quien siguió Lidia y luego fue Alejandro. Solo quedábamos tres a la hora de comer, y sabía que no sería por mucho tiempo, pues me añadí a la lista de los que abandonaron esa bonita obra de teatro que se habían montado mis compañeros.
Un día después, hacia las nueve de la noche, se desencadenó una tormenta muy parecida a la del fatídico doce de noviembre. Decidí salir a la calle, gozar del agua sobre mi piel y la fuerza del viento. Supongo que por primera vez en tres semanas quise sentirme viva. Así que me zambullí en el temporal.
Me adentré de una carrera en el bosque, la última localización en la que se vio a Isaac. Cuando grité a una nube que resplandeció por la increíble carga eléctrica del cielo, me tropecé con una rama y caí al suelo. Se apoderó de mis oídos un ruido ensordecedor. Pensé que me había golpeado la cabeza, pero la adrenalina hacía que no apreciara el dolor. Miré al frente y, de pronto, vi cumplido el más imposible de mis deseos: tenía a Isaac delante de mí.
En cuanto lo abracé noté cómo la sangre que corría por mis venas se derramaba en sus manos. Cómo el brillo de mis ojos se apagaba. Cómo en un aliento por sobrevivir, intentando coger una bocanada de aire que iba a convertirse en mi último suspiro, derramé una lágrima.
Isaac me calmó. Me pidió que no tuviera miedo, que enseguida iba a encontrarme mucho mejor. Entonces lo entendí todo: él no se había perdido; había muerto. Y mientras me consolaba entre sus brazos y me hacia sentir en casa, en ese preciso instante, supe a que olían las almas.