XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

El palacio 

Ignacio Sánchez Albert, 16 años

Colegio Stella Maris La Gavia (Madrid)

Hacía más de tres meses que Fernando Montero, jefe de un prestigioso centro de paleontología, recorría la zona de Elat junto a su equipo. Desde un lado del páramo donde se asentó el campamento se dominaba toda la orografía del golfo de Aqaba, así como, por el otro, el desierto y las montañas de la lejanía. Hacía años que Fernando sospechaba que escondido bajo las enormes dunas podrían encontrarse los restos de un legendario palacio, pues había leído en un documento del siglo XVIII la siguiente historia:

«A mediados del siglo VII, Tariq Mansour recibió la corona real de Aleazima, país situado al norte del Golfo de Aqaba. El reino gozaba de grandes riquezas gracias a su comercio, lo que aprovechó el nuevo monarca para construir un suntuoso palacio.

Fueron miles los trabajadores –esclavos y presos de guerra– de los que se sirvió el arquitecto de la corte. A pesar de las extraordinarias dimensiones de la alcazaba, apenas tardó treinta años en colocar la última piedra. Aquella construcción fue la obra más llamativa en Aleazima. Además de la fortaleza, de las dependencias para el ejército del rey, de las cuadras, almacenes y mazmorras, el arquitecto se recreó en el diseño y la extensión del jardín de los monarcas, así como en la suntuosidad de la residencia.

Aquel jardín, que era rectangular, contaba con doce hileras de naranjos intercalados con doce hileras de jazmines, que aportaban un perfume fresco a las noches del lugar. Los regaban un par de fuentes de hermoso diseño. Varias columnas con dovelas blancas y azules, unidas por arcos de herradura, sostenían la construcción. La vivienda del rey estaba dividida en dos plantas, y en una de sus esquinas se abría la puerta de una sala de oración, conocida como haram. 

En el siglo XVI, Aleazima acabó anexionado de forma pacífica al Imperio Otomano a causa de un diluvio que arrasó las cosechas. Dicen que la mayoría de los habitantes del reino emigraran a otras partes del mundo, mientras el legendario palacio se fue convirtiendo en un recuerdo borroso, hasta que se perdió en el misterio».

Fernando Montero se obsesionó con ese documento y abandonó todos sus trabajos para salir en busca del palacio, asumiendo que aquella información fuese, incluso, mentira. 

Con el paso de los meses, los miembros de su equipo, desilusionados, fueron renunciando a la aventura para volver a España. Después de un año, tan solo quedaba un puñado de arqueólogos junto a Montero, quien no contemplaba renunciar al hallazgo. Comía poco y dormía aún menos. Decían que por las noches vagaba por los arenales apoyado en un bastón, preguntándose dónde estarían escondidas aquellas piedras.

Un día mantuvo una fuerte discusión con uno de sus arqueólogos, con el que había recorrido durante horas el desierto en círculos concéntricos, sin encontrar un solo signo del palacio. Su colega le recriminó que se había vuelto loco, que no tenía sentido seguir con la búsqueda. La disputa se intensificó y Fernando acabó agrediendo al trabajador con su cayado, hasta matarlo. Aquella fue la razón por la que las autoridades pusieron precio a su cabeza y cerraron oficialmente la investigación. 

Fernando huyó al desierto. Tras varios meses, la policía dejó de buscarle y lo dio por muerto. Pero hay quienes creen que Montero vive, y que finalmente halló el palacio, en donde ahora se aloja.